Tribuna

Dios misericordioso que trae y da la paz

La familia cristiana recobra todo su esplendor, fuerza y belleza a partir del triunfo de la resurrección de Jesucristo

¡Qué contraste!, hermanos: El Evangelio nos dice que los Apóstoles estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos. El Libro de los Hechos nos dice: "Los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor". No podían menos de contar lo que habían visto y oído. Esto es lo que nos toca hoy, y sin esto no tiene razón de ser nuestra existencia de cristianos. Ese testimonio, esa fe es lo que salva al mundo, un mundo en guerra. Esa fe es la victoria sobre los poderes del mal, la que derrota la muerte la guerra y el odio; en esa fe está el futuro del hombre, la paz entre los pueblos, la reconciliación para las gentes, el futuro de la familia, que es el futuro del hombre y de la sociedad. Esa fe del que cree sin haber visto, pero que se ha encontrado con el Crucificado y Resucitado que vive en medio de los discípulos, es el fundamento para la esperanza de la Iglesia, la raíz de un amor y de una misericordia que se entrega todo por encima de los poderes de muerte, que lleva a un verdadero compartir, a un mismo pensar y sentir entre los que lo reconocen, a una verdadera unidad, a una humanidad hecha de hombres nuevos que se aman de verdad y sin reservas.

El texto del Evangelio narra el saludo de Jesús resucitado: “Paz a vosotros”, por tres veces. Ése es el saludo y lo que el Resucitado nos da: la Paz, donde se concentran todos los bienes, la paz que el mundo no puede dar como Él la da, ya que es Él mismo, nuestra reconciliación y la paz; la paz que ya aparece en su nacimiento y le acompaña siempre. Los discípulos se llenaron de alegría, dice el Evangelio. La alegría de la presencia de Jesús, la alegría que rodeó su nacimiento, la alegría de la paz que es Él mismo, resucitado y vencedor, con las marcas, las llagas, de su pasión, la alegría del Espíritu Santo que nos ha dado. Presencia de Cristo, paz, Espíritu Santo inundan de alegría el mundo, cambian y renuevan el mundo, disipan de él toda tristeza.

Jesucristo ha venido a traer la paz, a un mundo, a unos hombres divididos, enfrentados, violentos. Esa es su misión, traer perdón y paz. Por eso dice: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo, recibid el Espíritu Santo”. Con su misma misión bajo la acción del Espíritu Santo, que es la de la reconciliación, la del perdón de los pecados, con la misma alegría de los apóstoles al ver al Señor y creer en su presencia. No es un fantasma, no es una imaginación, no es un engaño colectivo: “mirad el agujero de mis manos, mirad la llaga de mi costado”, es Él mismo en persona. La misión de la Iglesia no es otra que la misma de Jesús: el perdón y la paz.

Dios es siempre nuestra esperanza, porque es rico en misericordia, su misericordia lo llena todo y no tiene fin. Esta esperanza brota de la resurrección de Jesucristo, es su verdadera garantía y certeza, es donde se hace realidad viva y se nos otorga a la humanidad entera la liberación, cuya fuente y esperanza se encuentra precisamente en la misericordia de Dios. "Es necesario que este mensaje llegue a todos, especialmente a quienes parecen perder la dignidad humana bajo el misterio de la maldad. Ha llegado la hora de que el mensaje de la Misericordia Divina llene los corazones de esperanza y se convierta en la chispa de una nueva civilización del amor" (Juan Pablo II). La vida de la comunidad eclesial es fruto de esta Misericordia, por la que Dios ha vencido la fuerza del mal, y ha hecho aparecer una nueva comunidad humana, que se rige por el amor, y su razón de ser, su misión es aportar la misericordia del Señor que quita, perdona, los pecados del mundo y trae la paz, para que seamos felices, estemos alegres siendo misericordioso como Dios es misericordioso, trabajemos por la paz en mundo convulso y divido.

La fe en la resurrección resume lo más fundamental de la fe en Dios. Él es "el que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos". En la Resurrección, Dios Padre, misericordioso, de una vez por todas nos ha manifestado que El es Amor, Misericordia, y Señor de la vida, Dios de vivos y no de muertos. El es la Vida misma que agracia con su vida a los hombres. La resurrección de Jesucristo nos da la certeza de que existe Dios y de que es un Dios de los hombres, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia, amor misericordioso, fuente y don de la paz. La resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación definitiva de la compasión y la misericordia. El verdadero mensaje de la Pascua es : Dios existe, y es la verdadera clave para nuestras necesidades más profundas, es nuestra salvación única, es misericordia.

Hoy en general ya no somos capaces de reconocer que la cuestión, la realidad de "Dios", Dios que es misericordioso y fuente viva de misericordia, es lo más importante y decisivo de nuestra vida, de la vida de todo hombre. "A menudo, el hombre vive como si Dios no existiese e incluso pretende ocupar su puesto. Se arroga el derecho del Creador a interferir en el misterio de la vida humana, quiere decidir mediante la manipulación genética la vida del hombre y determinar el límite de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales, el hombre atenta contra la familia, intenta callar la voz de Dios en el corazón de los otros hombres y pretende hacer de Él el 'gran ausente' en la cultura y en la conciencia de los pueblos" (Juan Pablo II).

Esta es nuestra enfermedad, la enfermedad de nuestro tiempo: negar a Dios, vivir de espaldas a El. No habrá curación para el hombre si no se le reconoce otra vez a Dios misericordioso como la piedra angular de nuestra existencia. La vida humana será verdadera vida sólo en comunión con Dios. Sin El, permanece por debajo de su propia dignidad y se autodestruye. Pero esa comunión redentora y salvadora con Dios, planificadora del hombre, será posible sólo en Cristo resucitado, Hijo único que el Padre ha enviado y en el cual El mismo es Dios-con-nosotros para siempre.

El domingo pasado fue proclamado por San Juan Pablo II y dedicado a la misericordia. Ese día murió él. Vivamos la misericordia de Dios y hagámosla nuestra en nuestras vidas.

Si Cristo no hubiese resucitado significaría que todo habría acabado con la pasión y el sufrimiento, con el vacío de la muerte y la soledad del sepulcro donde todo se corrompe. Pero de ahí no nacería la alegría de la salvación y de la paz, sino la tristeza irremediable de que no puede triunfar el Amor, la Vida, la paz y la misericordia sobre el mal, el odio y la muerte. Quienes no admiten que Jesucristo ha resucitado, en el fondo huyen o retroceden al sepulcro, se quedan en él. De semejante huida no nace la esperanza y la apertura al futuro, que como pura gracia se nos da, sino la triste resignación a que todo es irremediable e inexorable, que hay que cerrar puertas y mantenerlas así por miedo, que nada puede ser renovado o reemprendido, que nada puede ser perdonado y vivificado, y que el ansia de infinitud, de vida plena y para siempre no tiene respuesta alguna. De semejante huida sólo nace el miedo, la cerrazón, el sinsentido. Pero, entonces, ¿qué sentido tendría el vivir? Sólo la resurrección nos abre a la esperanza, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a ese verdadero futuro, el de Dios, porque el duelo que se trabó entre la vida y la muerte, se ha inclinado de manera definitiva y sin vuelta atrás del lado de la Vida, del lado del Amor y de la Misericordia de Dios, de Dios mismo que quiere la vida, que quiere que el hombre vuelva a El y viva. Ese duelo secular que acompaña toda la historia de la humanidad y de la Iglesia, que con tan fuerte intensidad se ha manifestado en los últimos cien años, desemboca en el triunfo del Señor de la Vida, el que es la revelación y entrega de Amor Misericordioso de Dios cuya gloria es que el hombre viva, de Dios que ha resucitado a Jesucristo, de Jesucristo resucitado, vencedor de la muerte, porque Él mismo es la vida y ha venido para que tengan vida en plenitud y vivan para siempre en el Señor; él es la paz y nos envía con su paz para construir un mundo en paz, con la paz que Él nos da, la paz del que ha vencido al pecado y la muerte y nos ha liberado con su misericordia y su perdón del pecado y de la muerte y seamos testigos de paz y de misericordia, misioneros de la paz y de la misericordia y llenemos el mundo de la alegría que Cristo resucitado nos concede, y nos concede darla y así nos envía. Nos envía, con la Fuerza de lo Alto, el Espíritu Santo, a que también nosotros, con mucho valor, porque se necesita valor y Valentía, como los Apóstoles, en tiempos recios y adversos, demos testimonio de Cristo muerto y resucitado, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, y con el realismo de la verdad.

También la familia cristiana recobra todo su esplendor, fuerza y belleza a partir del triunfo de la resurrección de Jesucristo. La resurrección de Jesucristo ilumina toda la realidad familiar como manifestación plena del Dios que es Amor y fuente de vida. Porque el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de amor y de la vida de Dios mismo; la familia, basada en el matrimonio único e indisoluble de un hombre y una mujer, es signo y manifestación del amor de Dios de quien procede toda vida, que brilla glorioso en la resurrección de su Hijo. El amor matrimonial de un hombre y una mujer y el hecho de que de ese amor nazca un hombre es un signo pascual; el nacimiento de un nuevo hombre, como fruto de ese amor que se expande fecundo, se corresponde plenamente con la victoria de la vida sobre la muerte realizada en la resurrección del Señor.

El domingo pasado fue necesario que las familias cristianas, desde la fe en Jesucristo resucitado, considerándose a sí mismas como manifestación y presencia operante en nuestra historia de esta misma Resurrección, como manifestación, del Dios del amor misericordioso y de la vida, Creador y Redentor, del que son imagen y semejanza, es necesario, digo, que las familias cristianas sean cada día más concreción de ese amor que es entrega plena y fecunda, generadora de vida, santuario de vida, promotoras de vida, sedes de la cultura de la vida; que sientan el gozo de ser cooperadoras del Dios Creador y que ha resucitado a Jesucristo de la muerte, del Dios cuya gloria es que el hombre viva, como se ha manifestado al resucitar a Jesucristo venciendo los poderes de oscuridad de la muerte, del egoísmo, del desamor. Las familias, lugar del amor más pleno e indisoluble, santuario de la vida, son signo y presencia del don de Dios, son enseña de esperanza, signos de Dios y de su amor. Por eso mismo, la fe en Dios, que ha resucitado a Jesucristo, la revitalización de esta fe, devolverá a las familias su rostro más vigoroso y con más capacidad para abrir caminos de esperanza.

Sabéis bien, por lo demás, que el amor y el servicio a la vida por parte de las familias, no acaba, como es obvio, en la mera trasmisión de la vida, sino que se prolonga en esa "procreación" incesante que es la ayuda permanente y eficaz de los padres al nuevo ser humano a vivir una vida plenamente humana por medio de la educación, que ha sido el asunto que ha ocupado la reflexión del Congreso de CONCAPA y Universidad "Francisco de Vitoria". La familia es, en el plan de Dios, la estructura del amor en donde se descubre el acontecimiento maravilloso de la vida: la familia es donde se educa en la fe, se acompaña ese itinerario de la vida del niño y del joven; la familia es en donde se aprende a amar y en donde toma cuerpo la verdad y la libertad.

Es en el amor, ese amor que encuentra toda su plenitud y fuerza en la resurrección del Señor, donde "encuentra ayuda y significado definitivo todo el proceso educativo, como fruto maduro de la recíproca entrega de los padres. A través de los esfuerzos, sufrimientos y desilusiones, que acompañan la educación de la persona, el amor no deja de estar sometido a un continuo examen. Para superar esta prueba se necesita una fuerza espiritual que se encuentra sólo en Aquél que nos amó hasta el extremo y vive para siempre. De este modo la educación se sitúa plenamente en el horizonte de la 'civilización del amor' - que se abre con la resurrección-; depende de ella, y , en gran medida, contribuye a construirla" (Juan Pablo II). No dimitáis, pues, las familias de esta misión insustituible en la educación de vuestros hijos; lo reclama también el ser signo y presencia de la resurrección de Jesucristo.

Finalmente, permitidme que os diga, no olvidemos que el que ha resucitado es el que ha sido crucificado. "Ved los agujeros de los clavos en mis manos y en mis pies, ved el costado abierto", le dice a Tomás que no acaba de creer que había resucitado. Y es que Cristo, el Resucitado, sin la cruz y sin la concreción histórica de Jesús, sería solamente un mito fácilmente manipulable, una estéril proyección de nuestras aspiraciones, un fantasma o un ideal que se crea conforme a los usos o situaciones del momento.

Que Dios, en su infinita misericordia, nos conceda a todos mantenernos firmes en esta fe, que es nuestra victoria, y que demos testimonio valiente de esto, del Evangelio de la misericordia como concentrado en la Resurrección de Jesucristo, singularmente a través de la familia y su insustituible e imprescindible labor educadora. Que estos días, queridos hermanos y hermanas, sean días de preparación intensa para la visita del Santo Padre, que viene a confirmarnos en esta fe y a animarnos en la esperanza de la resurrección de Jesucristo, para que, con él y como él, el Papa, seamos testigos valientes del mismo Jesucristo.