Quisicosas
Dos mujeres y un misterio de Semana Santa
Y fue otra vez, dos mil años después, el extraño consuelo, el milagro imposible
Hubo mucha gente en ambas ocasiones. Multitudes. En Naín, hace dos mil años, los apóstoles, los curiosos de la ciudad y los seguidores del hombre que llamaban «nazareno», cercando a la viuda que acababa de perder a su hijo y acompañaba el entierro. En Roma, el viernes pasado, periodistas, paseantes, gendarmes y guardaespaldas del Papa, rodeando a Serena Subania, cuya hija Angélica había muerto la noche anterior en el hospital Gemelli.
Perder un hijo es una experiencia enloquecedora. Lo hemos visto en los extraños gestos de Ana Obregón, que desfallecida por la muerte de su Aless, ha decidido tener un nieto por inseminación artificial y con una madre de alquiler. ¿Qué se le puede decir a una madre que sostiene el cuerpo del hijo, como la Piedad?
Jesús eligió una extraña manera de dirigirse a la viuda de Naín, tan peculiar que aún resuenan sus palabras porque indican un señorío, un poder omnímodo, exclusivo de Dios. No rezó ni la consoló con palabras tiernas. La miró y añadió: «Mujer, no llores». Era la autoridad del que entiende todo y sabía que aquel hijo no estaba muerto para siempre. Es imposible decirle a una madre desmadejada nada semejante si no se tiene la absoluta certeza de que sobran las lágrimas.
Serena Subania conoció a Bergoglio el 23 de junio de 2019 en Casal Bertone, un barrio periférico de Roma. Cuando el Papa visitó su parroquia, Matteo Rugghia y Serena le pusieron en los brazos a su bebé. Angélica había nacido con una enfermedad genética incurable y apenas se esperaba que viviese unas semanas. Ha sobrevivido cinco sorprendentes años. En la mañana del viernes pasado, con el certificado de defunción en la mano, los padres se dirigían a un bar cercano buscando un café que les templase el cuerpo destrozado. ¿Qué se le dice a unos padres que portan el vacío? En la cafetería había unos gendarmes que recordaban a los soldados romanos de Naín. Sabían que aquel hombre estaba cerca, que le estaban dando el alta de una bronquitis, y se acercaron al cuerpo de seguridad a contar lo ocurrido con Angélica Rugghia. Después, el guardaespaldas se aproximó al Papa: «Santo Padre, es una madre, su hija ha muerto anoche». Los curiosos y los periodistas hicieron pasillo, Francisco se detuvo delante de Serena, ella se inclinó sobre su pecho y lo abrazó, él le besó la frente y la bendijo. Y fue otra vez, dos mil años después, el extraño consuelo, el milagro imposible, la certeza de la vida al otro lado de la muerte, lo único que puede levantar el corazón de una madre: «Mujer, no llores».
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