Andalucía

Acabar con la corrupción

La sociedad española fue sacudida ayer por la noticia de una nueva macrooperación judicial contra una trama de corrupción política de grandes dimensiones y que afectaría transversalmente a alcaldes y representantes de los dos partidos mayoritarios, el PP y el PSOE, así como a varios empresarios que actuaban de conseguidores para la adjudicación de contratos públicos de obras y servicios a cambio de una «mordida» que iba, directamente, a los bolsillos de los implicados. El descubrimiento de esta nueva red –cuyo origen hay que buscarlo en una investigación por blanqueo de capitales incoada hace seis meses por la Fiscalía de Suiza–, y consignando todas las cautelas previstas en nuestro ordenamiento jurídico con respecto a la presunción de inocencia de los acusados, ha provocado una reacción política inusual, por lo fulminante de la misma, con la suspensión de militancia y exigencia de renuncia a sus cargos de los imputados por parte de las direcciones del Partido Popular –cuyo comité de derechos y garantías también ha expulsado a los miembros del partido que emplearon las tarjetas opacas de Caja Madrid– y del PSOE. Se trata de una decisión acertada que envía un mensaje correcto a una opinión pública que hace tiempo que ha perdido su capacidad de asombro y que empieza a considerar que el problema de la corrupción se ha hecho sistémico, contamina a toda la clase política y contra la que los ciudadanos están indefensos. Una percepción que si bien no responde a la realidad, puesto que los mismos hechos de ayer demuestran el buen funcionamiento de las instituciones del Estado, sí extiende una visión desmoralizadora de nuestra democracia, al tiempo que socava la confianza de la ciudadanía en el sistema de partidos, que articula la representación política tal y como establece la Constitución. El hartazgo social, al que no es tampoco ajena la situación de crisis económica que ha sacudido con dureza a amplias capas de la población, corre el riesgo de convertirse en un caldo de cultivo del que surjan movimientos demagogos de carácter providencialista, que medran con sus recetas ideológicas del siglo pasado –todas fracasadas– a costa del desánimo ciudadano. Es una amenaza que ya se perfila en el próximo horizonte electoral español y que tiene cercanos precedentes en democracias avanzadas como la francesa, la británica o la italiana. Sin pretender minimizar ni un ápice la gravedad de la corrupción que afecta al ámbito público español, con casos especialmente graves como el de los ERE de Andalucía, la trama Gürtel o el entramado societario de la familia Pujol, es preciso reconocer que su percepción social se ha desmesurado tanto por la lentitud de nuestro sistema judicial, que se demora años en complejos macroprocesos en los que se hace imposible distinguir con equidad comportamientos individuales, como por la actitud de las distintas formaciones políticas implicadas que, lejos de unirse en una batalla por la ética y la transparencia, han utilizado la corrupción que afecta a los otros como arma arrojadiza en la pugna partidaria. Es ese «y tú más» que ningún beneficio puede aportar a la sociedad y que lleva a los ciudadanos a la conclusión contraria de que todos los políticos son iguales. De ahí que no seamos capaces de entender la actitud del PSOE que ayer, en pleno choque de la opinión pública por la trama corrupta desvelada, anunció que no pensaba negociar el pacto anticorrupción que ha propuesto a las distintas formaciones parlamentarias el Partido Popular. Un acuerdo que, además, viene precedido por la aprobación por parte del Gobierno de Mariano Rajoy de varias medidas positivas, como la Ley de Transparencia, destinadas a moralizar la gestión pública y a dificultar en lo posible la actuación de los corruptos. Medidas que demuestran, cuando menos, la voluntad del Ejecutivo para poner fin a esas prácticas irregulares y que deberían ser respaldadas por la oposición. Por supuesto, no se trata de prestar apoyo político al partido adversario, si es lo que teme el PSOE, sino de llevar a cabo con el máximo consenso las reformas que precisa el sistema institucional español para ser más eficaz contra la malversación de los caudales públicos, entre ellas, la de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, imprescindible para acelerar los procedimientos y hacerlos más transparentes a la opinión pública. Sólo desde ese compromiso de colaboración, sin partidismos, recuperará la sociedad española su confianza en la clase política.