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Golpe de Estado en Turquía

Mantener la estabilidad de Turquía es clave para Occidente

La Razón La Razón

La caída de Turquía en un periodo de inestabilidad interna sería una de las peores noticias para el esfuerzo de Occidente en la lucha contra el terrorismo yihadista. El hecho de que el Gobierno de Ankara tuviera que recurrir a la movilización popular para derrotar la intentona golpista del pasado viernes demuestra, entre otras cuestiones, que la resistencia a la deriva islamista impulsada por el presidente Erdogan esta más extendida de lo que venían reconociendo las autoridades del régimen y, por lo tanto, se augura una larga y extensa represión y depuración entre los cuadros del Estado, no sólo los del Ejército. De hecho, esa purga ya se está produciendo en el ámbito de la judicatura, con centenares de detenciones y expulsiones de jueces y magistrados, incluidos los del Tribunal Supremo, y también alcanza a los funcionarios de ministerios clave como el de Interior. Porque si bien el presidente Erdogan ha acusado a su inveterado enemigo, el clérigo Fethullah Gülen, exiliado en Estados Unidos, de estar detrás de la intentona golpista, todos los indicios apuntan en la dirección clásica de los golpes militares turcos, vinculados al mantenimiento de los principios laicos de la República fundada, tras la desaparición del Imperio otomano, por el general Kemal Ataturk. Que el autoritarismo del que venía haciendo gala el presidente turco, empeñado en reformar la Constitución para reforzar sus poderes, había suscitado el rechazo entre sus aliados de la OTAN queda demostrado con la tímida reacción de las cancillerías occidentales y de Bruselas mientras se mantenían las dudas sobre el alcance y las posibilidades de éxito del movimiento militar. Unas actitudes que venían precedidas por las críticas directas de Washington a la actuación de Turquía en el conflicto sirio –el presidente Obama había llegado a suspender un encuentro personal con Erdogan– y por los desencuentros con los países de la Unión Europea a raíz de la crisis de los refugiados. Tampoco ayudaba a mantener la sintonía diplomática la equívoca actuación de Ankara con respecto a los terroristas del Estado Islámico desplegados en el este de Siria, ni su beligerancia contra las fuerzas kurdas sirias e iraquíes, convertidas en los principales auxiliares terrestres de la coalición internacional contra el terrorismo islamista en la región. Pese a todo, la alianza con Turquía y su estabilidad interna son de la mayor importancia para el conjunto de Occidente. Aunque el islamismo político desarrollado por Erdogan aleja necesariamente a los turcos de su aspiración a formar parte de la Unión Europea, Turquía no puede ser tratado como un país tercero más. No sólo en lo que se refiere a su colaboración en la lucha contra el terrorismo, sino por su papel de equilibrio en la lucha por la hegemonía regional que mantienen, ya sin disimulos, Irán y Arabia Saudí. El Ejército turco, el más potente de la OTAN después del estadounidense, es además una herramienta disuasoria fundamental y un baluarte en el sur de Europa frente a las tentaciones expansionistas de la Rusia de Putin. Pero si Europa y Estados Unidos harían mal en no respaldar con claridad al Gobierno del presidente Tayyip Erdogan –que, en definitiva, representa la legalidad democrática frente a la imposición golpista–, también el líder otomano debe evitar la tentación de aprovechar el fracaso de la intentona militar para reforzar su personalismo o intensificar el proceso de islamización de la sociedad turca que, en realidad, le está alejando del mundo libre.

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