Opinión
Envidia, qué mala
El nacionalismo requiere una conciencia de superioridad que los necesitados no se pueden permitir
Los moralistas clásicos aseguran que la envidia es la más estúpida de las depravaciones. Todos los pecados capitales envilecen, pero a su vez entrañan a su vez cierta satisfacción, excepto la envidia. El lujurioso se refocila en la carne; el perezoso se amodorra en la acidia; el iracundo detona su rabia; el soberbio se endiosa en sí; el avaro atesora su riqueza, pero el envidioso se consume sin más por el bien ajeno. Dicen que los españoles somos envidiosos y eso explicaría nuestra postración nacional. Para estar tranquilos no precisamos de grandes logros, tan sólo la ruina de los vecinos.
El colmo de la envidia es el nacionalismo, una convicción de superioridad acicateada en la constante comparación. Claro, que el nacionalista lleva en ello su penitencia porque, como Sísifo, está condenado a la eterna insatisfacción. Ha escrito Íñigo Urkullu que tenemos que volver al regionalismo asimétrico. O sea, que las «comunidades históricas» (Galicia, Vascongadas, Navarra y Cataluña) tienen que tener prerrogativas superiores al resto de las autonomías en una España «plurinacional». Cabría pensar que los demás independentistas se han alegrado, pero no.
La secretaria general de ERC, Marta Rovira, ha reaccionado con la natural envidia idiosincrática y afeado al lendakari su propuesta. Dice que el suyo es un gesto de suficiencia planteado desde la superioridad del concierto económico vasco. Cataluña, dice Rovira exige «amnistía, autodeterminación y progreso social». Es una forma de decir que hablar y hacer «convenciones» sobre el derecho a decidir está muy bien, pero que ellos quieren la misma pasta que sus hermanitos vascos.
Me interesa esta envidia insaciable. El concierto vasco procura en el País Vasco un bienestar que los demás quisiéramos, pero los que amamos España nos alegramos de los adelantos de otros. Tan sólo presionamos para que ir en la misma dirección. Todos desearíamos un concierto, pero si los nueve millones de andaluces, los siete millones de catalanes o los seis millones de madrileños lo lográsemos, España como proyecto social dejaría de existir porque ni los pobres ni los desfavorecidos sobrevivirían.
El nacionalismo requiere una conciencia de superioridad que los necesitados no se pueden permitir. Rovira no envidia a los extremeños o los castellano-manchegos (que para ella deben ser como los ciudadanos de Calcuta), se limita a despreciarlos. A los que envidia es a sus supuestos iguales, los inicuos vascos que disfrutan de concierto, trenes y fueros y a los que regaña con retranca de institutriz anciana. Escribe en Twitter (X): «Desde el concierto económico vasco, con trenes que funcionan y la protección de los fueros, es posible hacer propuestas de reflexión constitucional. En Cataluña, en cambio, hay una mayoría social y política para ir más allá: amnistía, autodeterminación y progreso social». Hay que ver qué poco romanticismo.
Al volver de vacaciones me he encontrado la nación enfrascada en el beso de Rubiales y la formación del nuevo Gobierno. Suelo telefonear a mis colegas europeos para ponernos mutuamente al tanto de los asuntos cruciales de Francia, Alemania e Italia y de nuevo me ha resultado muy difícil hacerles entender lo nuestro. Me apedrean a preguntas: «¿Que Sánchez necesita el voto del que hizo el golpe de Estado en 2017? ¿El que huyó en el maletero del coche a Schleswig-Holstein?»… «¿Que Puigdemont pide la libertad de los golpistas a cambio?»... «¿Que a Bildu le ofrecen la salida de la cárcel de 200 asesinos de ETA?»... Sí, sí y sí tengo que contestar. Les hace mucha gracia a mis colegas, a mí no me hace ninguna.
He vuelto a los moralistas clásicos. Proponen como solución para la envidia «la aceptación de uno mismo, el dejar de compararse egocéntricamente con los demás, y cultivar el olvido propio y el servicio al prójimo». Encarecen «amar a los demás de manera que su progreso, sus cualidades y éxitos sean un motivo de alegría propio». Supongo que esa es la base de una nación.
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