Y volvieron cantando

Los espejos distorsionados

Un país en el que curiosamente al delincuente real, al verdadero prófugo de la justicia afincadlo en Waterloo e impedido para regresar sin ingresar en prisión, se le concede nada menos que la llave del futuro político

El contraste entre la realidad y la imagen que proyecta la política española respecto de sí misma viene a recordar esas atracciones feriales en las que nos mostrábamos ante una sucesión de grandes espejos distorsionados que nos devolvían la imagen de mucho más gordos, más altos, más delgados o más bajitos de lo que realmente somos, hasta el punto de que enfilábamos la salida con un último espejo no manipulado y curiosamente esa visión real era la que nos acababa chocando. España es un país políticamente anclado en la distorsión y lo peor de todo es que todos los síntomas apuntan a que nos estamos acostumbrando.

Un país en el que no se duda en proyectar la imagen de delincuente prófugo sobre personajes como el rey emérito, cuyo currículum ya juzga nuestra historia entre los más destacados nombres y no exiliado, sino afincado fuera de nuestras fronteras, con puntuales y libres regresos como es propio en alguien sobre quien no pesa condena alguna. Un país en el que curiosamente al delincuente real, al verdadero prófugo de la justicia afincado en Waterloo e impedido para regresar sin ingresar en prisión, se le concede nada menos que la llave del futuro político en cuanto a estabilidad parlamentaria y gobernabilidad.

La distorsión es tal, que la sensación general tras unas elecciones celebradas hace pocos días es que la izquierda ha obtenido un glorioso triunfo, frente a la sonora derrota de las fuerzas de la derecha, ignorando qué partido ha ganado esas elecciones y cuál es la diferencia real de sufragios entre izquierda y derecha, apareciendo nuevamente la distorsión ante la capacidad decisoria de formaciones del radicalismo periférico que a duras penas suman todas juntas millón y medio de votos. Un mundo al revés en el que llega a plantearse directamente la condonación de la deuda con el Estado de algún territorio rico, gobernado en otro tiempo –seré generoso– por manirrotos secesionistas, ante la atónita mirada de otros territorios ricos o pobres que sí intentaron al menos hacer sus deberes atendiendo a las generales reglas del juego. Un país en el que, ya en la sublimación de la distorsión, se demoniza –con notable éxito, dicho sea de paso– a quienes hace pocos años miraban en los bajos de su coche, mientras se blanquea a quienes accionaban el infernal artefacto al paso del vehículo. Para hacérselo mirar.