Aquí estamos de paso

Extravagancias

El fragor se intensifica en todos lados, y ya no hay debate sino desagravio

Hay una extraña sensación de límites sobrepasados, de fronteras quebradas más allá de lo razonable, cuando un presidente del Gobierno se querella contra un juez que ha decidido ir a interrogarle acompañado de máscaras y espectáculo político teatral. Ambos hechos, hermanados en una realidad incómoda, ofrecen la impresión de rebasar la necesaria, la ejemplar mesura que ha de rodear lo público. Ver al juez Peinado desfilar en la Moncloa con la compañía de los querellantes en el caso Begoña Gómez sabiendo lo que se va a encontrar y lo jurídicamente inútil de su acción, es tan desasosegante como la respuesta en forma de demanda vía abogacía del Estado de un presidente que actúa como si la Presidencia fuera él, y la investigación sobre los comportamientos cuestionables de su señora esposa una suerte de causa general contra la democracia en él representada. La misma incómoda percepción de trastoque de lo razonable provoca el acuerdo con el independentismo catalán para conseguir el apoyo a Illa como presidente de Cataluña. Se les entrega la llave de la Hacienda con su caja y las herramientas para manejarla. Todo es excesivo, estrafalario, imposible. El tiempo político que ha marcado Pedro Sánchez ha tenido siempre un carácter de sorprendente juego de ruleta rusa en la que la bala nunca alcanzaba al jugador. Los digodiegos eran parte de la rutina, los cambios de opinión o el descriterio, marca de la casa, la percepción de una acción política basada en la supervivencia, la norma común a la que nos acostumbramos. Pero desde que comenzó la investigación sobre las actividades de la mujer de Pedro Sánchez todo se ha vuelto más enloquecido, más inesperado, más shakespiriano. Los días de reflexión que se tomó Pedro Sánchez para decidir si seguía o no parece que alimentaron la determinación de seguir adelante reforzando la línea dramática de toda la gestión política. El ardor en la defensa de posiciones propias cobra bríos nuevos con la llama del corazón herido, con esa intensidad apasionada y ciega con que uno responde a las afrentas a quienes quiere, y en particular a tu compañero o compañera de viaje. Todo se ha contaminado por esa emoción. Y el fragor se intensifica en todos lados, y ya no hay debate sino desagravio, y la política encuentra acomodo en territorios más cercanos al teatro que a la severa responsabilidad de gestionar lo público.

También el juez ha entrado en eso. No tengo información suficiente para saber hasta qué punto la investigación exigía que el señor Peinado se presentase en Moncloa con grupo teatral en plan banda de música farrullera, pero me extraña que aportara a la verdad de lo investigado más que otro tipo de declaración del sujeto del movimiento judicial, el presidente del gobierno en este caso. Y más aún cuando el juez sabía perfectamente que podía pasar lo que pasó, que Sánchez se negara a declarar. Estaba en su derecho y lo ha ejercido.

No cuestiono al juez, pero me sorprende su temeraria obcecación. Equiparable, acaso, a la mantenida por el esposo de Begoña Gómez en negarlo todo a la sabiniana manera, es decir, según iban apareciendo irrefutables datos fehacientes y demostrables.

Hay algo extravagante e indigesto en todo esto. Hay una percepción de desamparo, de juego oscuro de oscuras intenciones. Un desagravio a la razón que no sé si anticipa algo pero revela el escasísimo respeto a una ciudadanía que no puede asistir indiferente al espectáculo.