Y volvieron cantando

Felipe

Su obra en el partido ha sido dilapidada, pero también enterrada en lo relativo a la recuperación de unos estándares democráticos tras la dictadura, que ahora no son precisamente ejemplares

Felipe González pasa por ser hoy el mayor referente vivo de la España de Transición, claramente activo en los últimos tiempos a la hora de prodigarse en medios de comunicación, eso sí, seleccionando cuáles de manera especialmente escrupulosa porque más allá de la cantidad o el confeti el expresidente opta por otros estándares en los que derramar su discurso, dicho sea de paso y no exento de razones cada vez más marcado por la impotencia y la amargura.

Impotencia porque Felipe es el primero en saber que el secuestro del partido socialista a manos del sanchismo le ha hurtado cualquier ascendencia sobre una militancia que es más reducida pero más talibanizada. Hace años cualquier aseveración del que fue jefe del Gobierno durante casi catorce años era muy tenida en cuenta en los círculos socialistas, ahora directamente crea una incomodidad trufada de reproches entre quienes le sitúan a la cabeza de los «resentidos» y sobre el que no dudan en arrojar toneladas de detritus solo superadas por otras piezas para las que sí se abrió la veda como Joaquín Leguina o Nicolás Redondo Terreros. Felipe no tiene ya predicamento en un partido que no es el PSOE conocido en otros tiempos, sino que hoy es sencillamente otra cosa.

Y amargura –puedo dar fe de haber percibido esta sensación puesto que he tenido oportunidad de charlar más de una vez en los últimos días con el expresidente– porque González contempla –diría que horrorizado– cómo el partido que hace décadas consiguió refundar para adaptarlo a la nueva etapa democrática, ahora ni se mueve por estándares democráticos, ni de transparencia, ni de debate de ideas entre corrientes, ni de defensa de la igualdad entre españoles. Su obra en el partido ha sido dilapidada, pero también enterrada en lo relativo a la recuperación de unos estándares democráticos tras la dictadura, que ahora no son precisamente ejemplares.

También hay amargura en una figura política que hoy es un anciano de 83 años, pero cuya clarividencia a la hora de poner el dedo en la llaga de la grave situación política actual está muy por encima del circo de varias pistas en el que se encuentran convertidos Gobierno y Parlamento. Y sí, él protagonizó episodios negros y muy sórdidos durante su mandato, eso es innegable, pero hoy sus llamadas de atención tal vez sean más necesarias que nunca para dar salida a algunos muy interesantes movimientos subterráneos.