
Tribuna
¡Francoo, Francoo…!
Es peligroso simplificar los acontecimientos históricos y poco razonable hacer de esta simplificación un foco constante de división en el debate político
El espléndido novelista Antonio Muñoz Molina escribió en EL PAÍS del pasado 8 de junio que «el sueño de la educación pública ha sido más difícil de cumplir en España que en otros países de Europa y del Río de La Plata… mi generación fue la primera en la que un número creciente de hijas e hijos de trabajadores pudimos hacer el bachillerato en institutos públicos y llegar a la universidad gracias a las becas». El siguiente 28 de diciembre, en otra de sus excelentes colaboraciones en la misma cabecera, se manifestaba como uno de los «ansiosos por romper la opresión irrespirable de la dictadura y de unas normas sociales fosilizadas».
Muñoz Molina había nacido el año 1956:por eso resulta que su acceso y permanencia en la enseñanza media y superior tuvo lugar durante los diez años finales de la dictadura de Franco. El 20 de noviembre de 1975, el ferrolano Francisco Franco entregó la cuchara en el Hospital de La Paz, de Madrid, de la Seguridad Social, que había sido inaugurado en el año de 1964 y que pasó a ser una más de las ciudades sanitarias que, con advocación a nombres de Vírgenes, fueron cubriendo el territorio español.
En la moderna historia de la humanidad, la necesidad más esencial que han sentido los pobres de la tierra -aparte de la elemental de comer- ha sido la de acceder a los avances de la Medicina. Salvo los frágiles alivios de la caridad, su destino era el de ser corroídos por la enfermedad sin derecho a recibir auxilio médico alguno, que no estaba al alcance de sus ínfimas economías de angustiosa supervivencia. Por eso, cuando después de la segunda guerra mundial se fortalece la idea y la práctica del Estado de Bienestar, su primera bandera de actuación fue una sanidad pública de calidad. Se trataba de hacer realidad para todos el derecho pleno a vivir.
Otro dogal que sujetaba a los pobres de la tierra a una vida miserable, sin perspectiva de mejoría, era la reclusión en la ignorancia, la imposibilidad de llegar siquiera a ser mínimamente instruidos ni, por supuesto, a soñar en una educación superior que les permitiera ascender por la escala social. Es así como educación y sanidad son los servicios públicos que más intensamente definen el contenido del Estado de Bienestar y los que con mejor eficiencia han constituido una redención, no solo para los más desafortunados, sino también para un amplísimo sector de la población que por sí sola no alcanzaría las cotas más elevadas de estos bienes.
Esta redención, que en el resto de los países occidentales se desplegó en países con regímenes democráticos, en España tuvo lugar con Franco en El Pardo, como simbólicamente acreditan las dos referencias con que he iniciado este artículo: la muerte del dictador en una de las instalaciones hospitalarias emblemáticas de nuestra Seguridad Social y la prístina afirmación de un intelectual antifranquista sobre haber sido el primero en su familia en poder disfrutar de una educación universitaria. Si esto es así -como lo es-, las vivencias de los ciudadanos ordinarios, los que dedicaban su vida al honesto quehacer de vivirla, les hacía evidente que las innovaciones de bienestar introducidas entonces posibilitaron que abuelos condenados al analfabetismo y el hambre y sin más sanidad a su alcance que una infusión de yerbas o un sorbo de aguardiente, tuvieran nietos catedráticos y con acceso, si por desgracia fuere menester, a una operación a corazón abierto, lo que generó un sentido de conservación de lo obtenido, sin objetar la falta de libertad política del sistema, que explica en parte sustancial que en los años inmediatamente anteriores a la muerte de Franco una convicción muy extendida entre la población ilustrada, tanto de derechas como de izquierdas, sobre el discurrir político español, contara con dos certezas, una negativa, otra positiva: la primera, que el dictador no podía ser relevado contra su voluntad, lo que tenía por base fáctica común que su aceptación había llegado a ser mayoritaria, en unos entusiasta -¡Francoo, Francoo…!, gritaban en su presencia-, en otros más pasiva y, la segunda, que a su fallecimiento, el régimen no se perpetuaría, al faltar su jefe supremo, sino que daría paso a la común aceptación de una democracia homologable a las de nuestro entorno, como así sucedió.
Ciertamente, hubiese sido preferible que la historia pintase diferente: que la Monarquía alfonsina hubiera evolucionado a parlamentaria o que la República no se hubiera manifestado tan sectaria. Pero los hechos fueron otros y nos llevaron al drama de la guerra civil y a la posterior dictadura. Es peligroso simplificar los acontecimientos históricos y poco razonable hacer de esta simplificación un foco constante de división en el debate político, con el complemento, en el caso del franquismo, de que su manoseo fuera de la paz de los historiadores, con una finalidad de inmediata rentabilidad electoral, corre el riesgo de convertirse en un bumerán para los patrocinadores, porque por la ley del péndulo, la predicación insistente de su reprochable zona de persecución y eliminación del disidente, provocará la reacción de hacer visibles hechos de indudable beneficio para la ciudadanía acontecidos durante su vigencia.
El aquí descrito es uno de los que contestan al interrogante de Julián Casanova: ¿Por qué Franco murió en la cama y tuvo un entierro faraónico?...
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