Cuaderno de notas
Herminio, no te rajes
Antes en el Congreso había escaños y ahora van a poner unos divanes como los del psiquiatra. Mi Españita tenía la forma de una piel de toro y ahora se parece a la consulta de un loquero
Traigo apuntado que Núñez Feijóo perdió la investidura y al menos una cosa salió como parecía. La Españita de los giros de guion recuperó por un momento el orden de las cosas. Feijóo no es Demóstenes de Atenas, pero al lado de Óscar Puente se da un aire a Winston Churchill. Los candidatos son como con los novios de tus hijas, que del primero pides que le guste tu torero, tu deporte, tu credo y tu equipo de la liga. Del quinto te conformas con que no haga pis en el fregadero ni te robe la cubertería.
Disfruté mucho con Herminio Rufino Sancho, el nuevo diputado por Teruel, un señor ganadero de ovejas que se equivocó y a viva voz votó a Feijóo gritando «¡Sí!». Después rectificó, y dijo que no, pero por un instante se aparecieron el PSOE de toda la vida, los socialistas patriotas, el pagismo, el felipismo quizás, qué se yo, todas las cosas que creíamos perdidas para siempre y que por un momento parecieron posibles.
Somos los retales de nuestras esperanzas perdidas. La ilusión dura menos que los dos peces de hielo de la canción de Sabina en un whisky on the rocks. En el tiempo que transcurrió entre que Hermino dijo sí y el momento en que dijo no, pasaron muchas cosas y acaso se abrió un interrogante en los que eligen entre la fidelidad a sus intereses y los de su partido, y los intereses de su país que son los que se supone deberían estar defendiendo.
Pero acaso Herminio hizo posible una noción de algo cercano a la conciencia, una idea del deber que se presentó clara pero breve como la luz de un rayo en la noche. De haber dudado un poco más, nada, un épsilon, nos hubiera dado tiempo a al menos a gritarle como a Jalisco: «¡Herminio, no te rajes!»
Y se rajó, pero en ese nanosegundo en el metaverso de la decencia se hicieron carne muchas cosas que después desaparecieron. Algo parecido le sucedió a José Peláez cuando miró a una pasajera de su vagón de tren a Valladolid. En su cabeza se hicieron novios, se prometieron en la Toscana, visitaron Nueva York, eligieron el nombre del primer niño. Después la abandonó y ni siquiera habían llegado a Segovia. «Se parecía demasiado a su padre», me explicó después.
Eso nos sucedió con Herminio, espejismo del PSOE no sanchista tan pasajero que a estas alturas del artículo ya me sale llamarlo Higinio, por qué no. No deberíamos subestimar el poder evocador de un vagón de tren ni de un paisano de Teruel.
Mira que si llega un aragonés echado p’alante y le echa dos narices, pensábamos. Pero no hay narices, ni hay nada. Al pobre Herminio le corrigió la señora socialista de la tribuna que en esta nueva modalidad de política le dice a los diputados lo que deben votar. «¿Sí?», preguntó ella y ordenó de seguido «¡No!». Y Herminio dijo «No» después de decir sí, que en su contradicción y en su plegarse a lo que toca constituye una cosa profundamente sanchista.
A ella le había traicionado el subconsciente y lo había nombrado Herminio Sánchez en lugar de Sancho, porque antes en el Congreso había escaños y ahora van a poner unos divanes como los del psiquiatra. Mi Españita tenía la forma de una piel de toro y ahora se parece a la consulta de un loquero.
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