Cuaderno de notas

A hombros hasta el hotel

Como todas las cosas que son de verdad, el toreo no se puede explicar, ni se puede tocar. Es algo que sucede, solo a veces

Al cierre de este cuaderno, aún no ha terminado de pegarse la tercera tafallera de Morante a Ligerito en Sevilla. Fui a la tienda al día siguiente y se les habían terminado las metáforas sobre la primavera, sobre el paraíso y sobre seis o siete deidades. En la prensa venía retratado el hecho histórico de que el matador de La Puebla del Río había cortado en la Maestranza «un rabo de toro», como si pudiera ser de canguro.

Como a todos los toreros puros, a Morante lo confunden mucho con un torero medroso, sin serlo. A Curro le pasaba lo mismo. Se equivoca el que cree que ser valiente equivale a ir por la vida como un eeco homo, pues no es necesariamente la misma cosa. El mayor de los valores lo requiere la naturalidad.

He coincidido algunas veces con Morante de la Puebla. La primera, jugaba a la PlayStation en la habitación del hotel en chándal y no bajó a cenar con la gente que le estaba esperando. Otro día hablamos del miedo y de los sueños en Sevilla. Lo persiguieron los fantasmas y desde entonces creo que es un milagro que haga el paseíllo, no digo ya que toree como torea.

A Morante lo han celebrado mucho como el personaje que resulta, aunque yo me quedo con el torero que es. Se da la feliz circunstancia de que, cuanto menos lo entiendo fuera de la plaza, más me emociona toreando. Deberíamos reflexionar sobre si la admiración al artista tenga que incluir la simpatía por la persona. El día que eso suceda, y está sucediendo para muchos, habremos muerto como civilización. De los artistas, me interesa que hagan arte. Para amigos, ya tengo los míos.

Morante representa una esperanza de hermosuras y verdades solo enunciadas tangencialmente –la única manera de enunciarlas–, que va por ahí con camisas de flores y pelos de loco. Su presencia en el mundo hace posible que haya gente preguntándose cada día que torea si ese día va a pasar. Tenemos que vivir con la ilusión de si hoy será el día en que suceda lo que sea que estemos esperando: el amor, la victoria, la suerte, la inspiración, la belleza o el toreo, que es todas esas cosas juntas. Hay que vivir creyendo que ese momento va a llegar, pues el día que no lo creas, mejor te saltas la tapa de los sesos.

Como todas las cosas que son de verdad, el toreo no se puede explicar, ni se puede tocar. Es algo que sucede, solo a veces. Pasó el jueves sobre la gigantesca pupila del ruedo de la Maestranza, y de pronto eran las benditas cinco de la tarde en todos los benditos relojes. Morante dejó una serie de tafalleras y, conforme las daba, iba enroscándose al toro en la cintura cada vez más, así como si lo estuviera amando como si lo estuviera queriendo como solo se quiere en Sevilla en primavera, y uno lo veía y le entraban ganas de salir a la ciudad a derribar papeleras, a partir retrovisores, a meterle fuego al mundo.

Al término del festejo, mi Españita Joseantoniana paseó a José Antonio por Sevilla como en un entierro inverso, como una llama olímpica y emocional, y como una bandera de tantas cosas. Lo llevaron a hombros hasta el hotel, y navegaba un mar de manos que querían tocarlo como el héroe que todos estábamos necesitando. Trescientas personas salieron en tropel por el Paseo de Colón al grito de «JO-SEAN-TONIO MORANTE DE LA PUEBLA», y lloraban y se abrazaban y se decían a ellos mismos: «Yo estuve allí».