El buen salvaje
Ken y Barbie en Waterloo
Hoy es un maletero lleno de barro y de un estiércol de togas del TC en donde caben la amnistía, el referéndum y el sexo sin tocarse
Desde el mundo de Yolanda Díaz el horizonte es un líquido blanco que torna en rosa cuanto más cerca de la vergüenza, como si el blanco y el rosa fueran tonos de luto que bien podrían asemejarse al infierno de los cristianos. Yolanda, al visitar a Puigdemont en Bélgica, estaba llamando a la puerta del ginecólogo porque, sin un Ken con atributos, Yolanda no sería vicepresidenta y, si bien no se quedaría en el paro, bajaría de categoría laboral. Tendría tiempo para dar cursos de inglés o para hacerse mejor la sorda.
Puigdemont hace tiempo que se transformó en Chucky, y un día la cabeza le dio tantas vueltas que quiso asesinar a un país entero. Ahora, ambos, la que un día fue muñeca pepona, ahora transformada en Barbie, y el violador de todos los artículos de la Constitución, el nuevo Ken, se reúnen en el maletero de un coche, que antes era el asiento trasero de un autocine donde aún estaba permitido hacer ciertas manitas con según qué artículos. Hoy es un maletero lleno de barro y de un estiércol de togas del TC en donde caben la amnistía, el referéndum y el sexo sin tocarse, algo raro en Yolanda, que tiene restringida la entrada en los establecimientos que exhiben un cartelito con «Prohibido tocar».
Yolanda Díaz, no ella, la idea de Yolanda Díaz, apesta a santurrona elevada a los altares por el Papa Francisco. Diga lo que diga, le encantan los pellizcos de monja. Puigdemont, no él sino la idea de Puigdemont, guarda bajo ese flequillo, que son cerdas esculpidas por el tiempo, un mausoleo de infamias. Ambos están unidos por ese sentimiento casi religioso de mantenerse vivos incluso más allá de la muerte de España. Hacía tiempo que algunos no sentíamos esas ganas de frotarnos los ojos como si todo fuera el sueño de un conejo que come en duermevela. Pocas veces la política española, la contemporánea y toda ella, nos había retado a contemplar con los ojos abiertos, como en «La naranja mecánica», una escena tan impúdica.
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