Letras líquidas

Locura colectiva

Estos días hay material suficiente a nuestro alrededor para diagnosticarnos a través del fútbol y sus entornos

Siempre me han fascinado los aficionados al fútbol. Su capacidad de sentir los goles y las victorias del equipo como propias, el don de mimetizarse con el sinsabor de la derrota, peleando cada decisión arbitral y sintiéndose parte de un todo ungido por los colores de la camiseta. Mi acercamiento al balompié, en cambio, es aséptico y racional. Casi científico. Un análisis, como bajo el microscopio, de esa enorme influencia a la que va unido, descifrando no solo su papel de coctelera sentimental sino el de termómetro de realidades e idiosincrasias. El gran pulsómetro social. Y estos días hay material suficiente a nuestro alrededor para diagnosticarnos a través del fútbol y sus entornos. Mordidas, registros, supuestas corrupciones, procesos varios (Negreira, Rubiales, Alves) y también, de nuevo, los insultos racistas en las gradas y en el campo. Que habrá quien aún alegue nosequé de la adrenalina y la presión y la tensión del juego y otras excusas absurdas para no ahondar en los verdaderos porqués de la brutalidad. En lo que ocultan esos improperios y agravios que no son más que la muestra de una dejadez común, zafiedad amparada por la impunidad y el todo vale que arrasa en unas costumbres demasiado ingenuas que creen que las palabras son más inocuas de lo que son. Porque nos escandalizamos de un «negro» o un «gitano» en persona, a viva voz (y bien escandalizados estamos, por supuesto), pero lo cierto es que ese mismo mecanismo agresivo, polarizador e irrespetuoso campa a sus anchas por el mundo virtual sin el mismo reproche y generando hábito. Explica el neurocientífico Mariano Sigman en «El poder de las palabras» que las malas conversaciones sociales se producen en espacios con mucha gente, donde solo unos pocos hablan y nadie escucha de verdad. Y si, en realidad, no atendemos a las palabras que se repiten en las redes o en el fútbol o, ay, también en el Congreso pasan de anécdota a categoría y terminan por definirnos. Por cierto, que esas malas conversaciones, avisa Sigman, terminan en locura colectiva.