El ambigú

En el pecado va la penitencia

Cuando un juez hace una interpretación de un texto legal no se está extralimitando en su función

Hace escasos días se hacía referencia al Informe sobre el Estado de derecho elaborado por la Comisión Europea en el que se decía que «si bien los órganos jurisdiccionales no son inmunes a las críticas ni al escrutinio, que el poder judicial goce de confianza pública es fundamental para que desempeñe su labor con éxito»; además se mostraba una preocupación por declaraciones públicas realizadas por políticos en relación con el poder judicial en España. Estos últimos días hemos visto cómo ministros del gobierno de España se afanaban en duras críticas respecto a la actuación del Tribunal Supremo y en concreto del juez Llarena en relación con la aplicación de la ley de amnistía. Vaya por delante, como expresa el informe antedicho, que las resoluciones judiciales pueden y deben ser criticadas y tal labor no le está vedada a los miembros del poder ejecutivo.

Ahora bien, si nos detenemos en las acepciones de la palabra «crítica», vemos que una primera nos dice que la acción de criticar consiste en analizar pormenorizadamente algo y valorarlo según los criterios propios de la materia de que se trate, y una segunda, nos sitúa en la acción de hablar mal de alguien o de algo, o señalar un defecto o una tacha. La mayor parte de las declaraciones recaen más en el ámbito de la segunda que en el de la primera acepción, lo cual se agrava más cuando por parte de algunos se pretexta su calidad de jurista. Si esto fuera así, la crítica debe ejercitarse desde la primera de las acepciones y no desde la segunda, puesto que esto cae de lleno en la preocupación que ha manifestado la Comisión Europea. Cuando un juez hace una interpretación de un texto legal no se está extralimitando en su función, al contrario, está haciendo lo que le corresponde, cuestión diferente es que se pueda o no compartir tal interpretación, y ello requiere una crítica más centrada en la primera de las acepciones antes referidas, para lo cual se requiere algún que otro conocimiento jurídico o, como mínimo, asesorarse previamente con quien lo posea.

Tampoco podemos considerar especialmente recriminable aspirar a que una instancia superior revise lo que determina un juez, así funciona el sistema, pero sí resulta preocupante dar por hecho que estas instancias superiores (la mal denominada Sala de apelaciones del TS o el Tribunal Constitucional en materia de garantías constitucionales) van a corregir al juez dando por hecho el error y la necesidad de su corrección. El verdadero problema radica en que la Ley de amnistía no sigue el modelo de sus antecesoras de 1977 o 1936, las cuales amnistiaban una serie de delitos sin mayores precisiones; la actual ley establece en determinados delitos criterios de aplicación que deben ser interpretados, y esto, aunque a algunos les moleste le corresponde al poder judicial. En concreto, la ley excluye de su ámbito de aplicación los delitos de malversación que aun dirigidos a los fines que podrían determinar su aplicación impliquen un enriquecimiento personal o beneficio patrimonial, y cómo debe ser interpretado esto, a falta de una redacción por parte del legislador más afinada, es algo que le compete al poder judicial, el cual ha entendido que el no querer empobrecerse supone un enriquecimiento, al utilizar recursos de otros (de todos los españoles) que bien pudieran haber satisfecho los condenados y acusados con sus propios medios. No se debe confundir la mens legislatoris entendida como la intención o voluntad del legislador en el momento de crear una norma legal, con la interpretación auténtica, la cual debe ser llevada de forma clara al texto de la ley. Dice el viejo dicho que en el pecado va la penitencia.