El ambigú
Prohibido invertir
Un ambiente irrespirable, que ahuyenta a la riqueza y que daña la imagen de una economía abierta
La decisión del consejo de administración de Ferrovial de trasladar su sede social y centro de negocios a los Países Bajos es una mala noticia y un síntoma terrible. Hablamos de una empresa española puntera a nivel mundial, con una cotización de 20.000 millones de euros, de la que dependen 5.000 puestos de trabajo directos solo en España, a la que avala su trabajo en la M-30 madrileña, la terminal JFK de Nueva York o la red de autopistas de Texas. Según afirma el comunicado de Ferrovial, el traslado se realiza porque el país de destino cuenta con un «marco jurídico estable».
Ahí está la clave del asunto, porque a nadie se le escapa lo que está sucediendo en España desde que la gobierna una coalición entre los partidos más radicales de nuestro país y la peor versión del PSOE, tomando continuas decisiones unilaterales y cambiantes; creando impuestos «ad hoc» de forma repentina; distorsionando el mercado, con la continua desestabilización de sectores clave como la banca o la energía; adoptando medidas populistas de efectos indeseados, como la subida no pactada y apenas dialogada del SMI; con políticas de infraestructuras fallidas, en las que los trenes no caben por los túneles; amparando reformas legales que rebajan la malversación de fondos públicos, al tiempo que se destapa, con el «caso mediador», el mayor asunto de corrupción parlamentaria de la historia democrática, y todo ello en un contexto general de cuestionamiento de las bases mismas del Estado de Derecho, el papel de la Justicia o la prevalencia de las leyes. El resultado es un ambiente irrespirable, que ahuyenta a la riqueza y que daña la imagen de lo que debería ser una economía abierta, consciente de que para distribuir lo primero que hay que conseguir es crecer.
El populismo sanchista y la polarización que está amparando, de la que da fe la virulenta respuesta gubernamental a una decisión organizativa legítima, están en la base de un discurso anti empresarial que ha pasado de las palabras a los hechos, creando nuevos tributos y aprobando alzas, en medio de una catarata disparatada de anuncios, como el impuesto al Ibex, el gravamen a los supermercados, la iniciativa de topar el Euribor, y otras que realizan a diario los 24 ministros de Sánchez. El resultado es la presión fiscal en máximos históricos, un 52,8% superior al promedio UE, según estudios que tienen en cuenta las diferencias de renta de los distintos países. Un marco fiscal que, unido a la creciente inseguridad fiscal, la incertidumbre y la hostilidad del Gobierno provocan un escenario parecido al que el «procés» provocó en Cataluña, con 7.000 empresas obligadas a marcharse.
Resulta paradójico que Sánchez presuma de haber pacificado lo que él condesciende en llamar el conflicto catalán, cuando resulta que, aliándose con los que lo promovieron, lo que está haciendo es extender la mancha de aceite de la radicalidad y la inestabilidad subsiguiente al conjunto de la nación española, incluido, como estamos viendo, el riesgo de fuga de empresas. Su fórmula de homologación no ha podido ser peor, porque en España han plantado un cartel en el que se puede leer que tenemos el Gobierno más radical de Europa y que aquí las inversiones ni están bien vistas ni son bien recibidas. Esta política, cada día que pasa, hace más pobre este país. Y así será hasta que la altura de miras vuelva a vencer al cortoplacismo y las necesidades de Estado a los intereses partidistas, después de las próximas elecciones generales. ¡Lo deleznable es que quien pacta con el irredento independentismo o con los herederos de ETA hablen de anti patriotismo! ¡Vaya cara!
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