El ambigú
Relatos arriesgados
«Una democracia no puede sobrevivir sin demócratas», dijo el politólogo Juan Linz
En las sociedades democráticas, los relatos son necesarios. Ayudan a construir consensos, a transmitir ideales y a movilizar voluntades. Pero cuando el relato sustituye a la realidad, cuando se convierte en un instrumento de erosión institucional o de deslegitimación, deja de ser un vehículo de cohesión para transformarse en una herramienta de disgregación. Como advirtió Isaiah Berlin, «la gran cuestión política no es quién debe gobernar, sino con qué límites». Y entre esos límites esenciales está el respeto a las reglas del juego. No hay relato que pueda perdurar si parte de la premisa de que la sociedad es incapaz de juzgar por sí misma. Creer que la ciudadanía es manipulable o inmadura es una forma de desprecio democrático. El pueblo español ha demostrado sobradamente su madurez cívica, su capacidad de afrontar crisis y cambios, y su apego a la convivencia. Infantilizarlo desde el poder es una falta de respeto a su historia y a su dignidad. Ya está bien de charlotadas, pantomimas, esperpentos, montajes en suma que agotan los guiones de los humoristas y comediantes, la realidad les está superando día a día, porque si no fuera por lo grave de la situación, pareciera que vivimos en una constante comedia. La legitimidad de las instituciones no es un regalo, ni un tabú: se construye a diario con decisiones responsables, con respeto a la legalidad y con voluntad de representar a todos. Si la política se transforma en una contienda perpetua, si se degrada el debate público y se tensionan los límites de la legalidad en favor de intereses coyunturales, se erosiona la confianza colectiva. Y sin confianza, como señaló Hannah Arendt, «la libertad política no puede nacer ni subsistir». Es imprescindible volver a un espíritu de respeto a la Constitución, a las normas de la democracia liberal y a la contención institucional. Gobernar no es imponer ni resistir, sino articular mayorías para lograr lo mejor para todos. La Constitución no es un obstáculo para el cambio, sino su garantía. Y los principios democráticos –separación de poderes, legalidad, pluralismo, lealtad institucional– no son trámites burocráticos, sino fundamentos de una convivencia duradera. Gobernar desde la mayoría no significa ignorar a las minorías, sino tener presente que el interés general no puede construirse contra los cimientos constitucionales ni en alianza con quienes promueven su erosión. «Una democracia no puede sobrevivir sin demócratas», dijo el politólogo Juan Linz. Y ser demócrata es, entre otras cosas, aceptar límites, ejercer la autoridad con responsabilidad y gobernar para todos, no sólo para los que comparten un determinado proyecto ideológico. La contención no es debilidad, es sabiduría. La firmeza no es imposición, es respeto al marco común. España no necesita más confrontación ni polarización; necesita instituciones fuertes, partidos responsables, y una clase dirigente a la altura de la ciudadanía. Es en los tiempos difíciles cuando se demuestra el temple de los líderes. Gobernar con seriedad y responsabilidad es entender que el poder no se ejerce en nombre de una parte contra otra, sino en nombre de todos, con la mirada puesta en la estabilidad, la justicia y el futuro común. Gobernar no es polarizar, sino integrar. No es dramatizar, sino construir. No es resistir, sino servir. España necesita menos relatos y más sentido de Estado. Menos ruido y más ejemplo. Menos estrategia y más altura. El que tiene la responsabilidad de gobernar debe ser el primero en asumirlo. Porque si algo es lo contrario del poder arbitrario, es la democracia constitucional. Y en democracia, como decía Popper, «quien detenta el poder debe poder ser criticado sin temor». En España estamos viviendo momentos extraños que solo se resolverán confiando en el Pueblo español, tan sólo hay que preguntarle.