Tribuna
Réquiem por la revista Más Allá
La muerte de un medio de comunicación es así de triste: llega sin avisar, llenando de silencio el hueco donde un día hubo algarabía y color
En estos días muchos jóvenes se juegan su futuro académico. Los bachilleres pelean sus exámenes de la PAU –la Prueba de Acceso a la Universidad–, y pronto andarán de ventanilla en ventanilla rellenando formularios de ingreso para la Facultad que les toque. Yo pasé por eso hace tres décadas, pero fui de los pocos que sabía exactamente lo que quería hacer. Recuerdo que tuve mi particular epifanía poco antes, en marzo de 1989, gracias a un anuncio de diez segundos en Televisión Española. Fue una publicidad más bien fea, en la que un joven encorbatado se dirigía hacia una puerta, la abría, y descubría que al otro lado le esperaba un Universo tachonado de estrellas. El chico, asomado al infinito, terminaba convertido en la portada de una nueva publicación mensual que prometía revelar los grandes misterios del mundo a sus lectores. Se llamaba Más Allá de la Ciencia y nació con el aval del doctor Fernando Jiménez del Oso y sus 170.000 ejemplares de tirada.
Corrí al quiosco más cercano y tuve la suerte de llevarme el último ejemplar. Una segunda edición llegaría a la semana siguiente. Y al mes, como quien aguarda un milagro improbable, arribó el siguiente número. Iba acompañado de una cinta de casete con los balbuceos de un médium que aseguraba canalizar al espíritu del entonces recientemente fallecido alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván. Con aquello, sus cifras de venta subieron a cotas estratosféricas. Esa maravilla en cuatricromía, de gran formato y fotos espectaculares, se convirtió en mi propósito vital. Yo iba a estudiar periodismo, pero lo que anhelaba de verdad era escribir sobre las fronteras del conocimiento en sus páginas. ¿Qué otro lugar mejor?
Empecé a colaborar con Más Allá en el número 4. En el 6 publiqué mi primer reportaje, y al cabo de unos años –nueve, para ser preciso– terminé dirigiéndola. Luego la literatura se cruzó en mi camino. Fue el día en que me di cuenta de que iba a ser difícil dar sentido a muchos de los misterios que transitaban por esas páginas sin recurrir a la imaginación. Mis editoriales de entonces se tornaron cautos. En ese tipo de periodismo, apoyarse aunque fuera un poco en la fantasía, era caer en la especulación y el descrédito, así que, frustrado por no publicar más que historias sin resolver, opté por alejarme poco a poco de su línea editorial y abrazar la novela tal y como hicieron Julio Verne o Isaac Asimov antes que yo: como una herramienta para explorar el futuro, recurriendo a las dosis justas de ensueño y documentación.
Al tiempo que mis primeros textos literarios se enfrentaban a las bilocaciones de una monja de clausura del siglo XVII –quizá un fenómeno de «entrelazamiento cuántico» malentendido en el Barroco–, o a la pernocta que Napoleón pasó en la Gran Pirámide de Egipto, Más Allá empezó a languidecer al son de la crisis de los medios de comunicación impresos. Y lo ha hecho hasta ayer. El proyecto de Jiménez del Oso dejó de publicarse el pasado mes de marzo, alcanzando la noble cifra de 431 números ininterrumpidos. En estos treinta y seis años, la cabecera cambió varias veces de manos: de la Sociedad Limitada inicial, Heptada Ediciones, a otras de desigual acierto. Cuatro directores y tres directoras se han turnado en su tutela, pero al albur de la primavera, en silencio y sin avisar, alumbró su último ejemplar.
La muerte de un medio de comunicación es así de triste: llega sin avisar, llenando de silencio el hueco donde un día hubo algarabía y color. Y Más Allá –«una revista que te llevará muy lejos», decía su primera campaña– se ha extinguido sin que casi nadie se haya dado cuenta.
No me resulta fácil describir la sensación de ver hundirse un proyecto tan querido. Pese a sus momentos de locura visionaria –como aquella portada de 1997 en la que aparecía un hombre embarazado, o aquellas dedicadas al sida, las apariciones del Escorial o a preguntar por sus creencias esotéricas a personalidades como Delibes, Arrabal, Gala o Umbral–, también las hubo que publicaron dataciones de Carbono-14 de reliquias inéditas halladas en las pirámides de Giza o que revelaron que la «Cara de Marte» no fue más que una montaña. Hubo un tiempo –créame, lector– en el que cada número fue una aventura. Muchas de sus mejores páginas se escribieron en tiempos anteriores a Internet. Había que contar las cosas yendo a los lugares y entrevistando a los «testigos de lo imposible», y en la redacción no se dudaba en enviar reporteros a la India, a Egipto, a alguna misteriosa cueva en Ecuador o a templos subterráneos en el corazón de Italia regentados por alguna secta New Age. Sus contenidos eran exóticos, sí, pero tenían un carácter especial.
Más Allá publicó también monografías -tuvo más de una década en un cajón un grueso especial esperando a la muerte de Juan Pablo II-, organizó congresos multitudinarios, grabó una serie de televisión sobre el fin del mundo que jamás se emitió y hasta diseñó juegos de mesa o imprimió libros. Fue un proyecto ambicioso y dinámico… que ahora duerme (para siempre, me temo) en el silencioso cementerio de las hemerotecas.
Qué lástima. Aunque quizá sea mejor así. Verla agonizar ha sido peor que saberla muerta. A partir de ahora dejaré que arraigue entre los recuerdos de unos años excitantes. Aquellos en los que fui, gracias a ella, el periodista del misterio que quise ser cuando me matriculé en la Facultad.
Javier Sierraes escritor. Dirigió "Más Allá" entre 1998 y 2005.