El ambigú
Respeto sin reservas
La obediencia al Derecho no depende del estado emocional del gobernante ni de su simpatía hacia lo decidido
En relación con la reciente condena al FGE, resulta imprudente pronunciarse sin conocer los argumentos con los que el Alto Tribunal ha sustentado una decisión tan inédita como institucionalmente trascendente. La Sala ha hecho público el fallo anticipadamente debido a la extraordinaria expectación generada por el caso, pero la fundamentación jurídica aún no se ha conocido. Justo por ello, lo mínimo exigible a los representantes públicos era prudencia. Y, sin embargo, ha ocurrido exactamente lo contrario. En cuestión de minutos, varios miembros del Gobierno y portavoces de formaciones afines se precipitaron a los micrófonos para descalificar el fallo. Algunos afirmaron que «es una auténtica vergüenza». Otros fueron más lejos, denunciando que «han condenado sin pruebas». Estas afirmaciones, formuladas sin haber leído una sola línea de la motivación, no son opiniones: son juicios irresponsables. Conviene recordar algo elemental que parece haberse olvidado: acatar las sentencias no es un deber moral, sino un deber legal. Los ciudadanos cumplen leyes que quizás no comparten, no porque las sientan como propias, sino porque la ley así lo exige. La obediencia al Derecho no depende del estado emocional del gobernante ni de su simpatía hacia lo decidido. En democracia, la autoridad se refleja no en personas, sino en instituciones, y entre ellas destaca el Poder Judicial. Pero lo más grave no es la discrepancia –siempre legítima cuando se sustenta en razones–, sino la despiadada crítica sin esperar a conocer las motivaciones de la sentencia. Estamos ante el paroxismo de la precipitación institucional: se desacredita una resolución antes incluso de haber sido publicada. Juzgar sin fundamentos, descalificar sin lectura y condenar sin conocimiento es incompatible con la lealtad constitucional que debe presidir la actuación de cualquier cargo público. Aquí conviene recordar la figura del juez Hércules, propuesta por Ronald Dworkin en su teoría del Derecho. Hércules es un juez ideal, dotado de capacidad sobrehumana para analizar todo el ordenamiento jurídico, reconstruirlo coherentemente y ofrecer siempre la interpretación que mejor se ajuste a los principios de justicia y equidad de la comunidad. Dworkin lo presenta no como un modelo real, sino como un ideal: una brújula que indica hacia dónde debe orientarse todo intérprete del Derecho. Frente a él, lo ocurrido en este caso evidencia el reverso exacto: la crítica política inmediata renuncia a cualquier esfuerzo interpretativo, ignora los principios, prescinde de los hechos y desprecia la racionalidad que exige el Estado de Derecho. Si Hércules representa el compromiso con la mejor interpretación posible del Derecho, lo visto en las últimas horas representa justamente lo contrario: la peor lectura posible antes de leer nada. Cuando un político afirma que la sentencia es una «vergüenza» o que el Tribunal Supremo «ha condenado sin pruebas», sin conocer los fundamentos, está insinuando que los magistrados no actúan con arreglo a Derecho. Ese mensaje erosiona la confianza ciudadana en la Justicia, alimenta la idea de que las resoluciones judiciales valen solo cuando agradan al poder político y consolida una peligrosa deslegitimación del poder judicial. La sentencia podrá ser discutida, criticada o recurrida cuando se conozcan sus argumentos. Será entonces cuando la comunidad jurídica pueda valorar si la motivación es sólida y si respeta los estándares de racionalidad. Así funciona el Estado de Derecho. Lo contrario es ruido, presión y desorden. La prudencia no es una renuncia: es un acto de responsabilidad democrática. En democracia, las sentencias se analizan con razones, no con exabruptos; con argumentos, no con eslóganes; con serenidad, no con ira. Todo lo demás es, efectivamente, una auténtica vergüenza, pero no del Tribunal Supremo, sino de quienes hablan sin haber leído, juzgan sin conocer y critican sin esperar. Sin respeto, no hay Derecho; y sin Derecho, no hay Democracia.