Tribuna

El reto de educar

En un ambiente relativista como el que se ha creado en el entorno cultural que vivimos llega a faltar la luz de la verdad

Hay hechos que nos tienen preocupados, como la repetición de suicidios en edad escolar, las agresiones sexuales monstruosas de grupos también en edad escolar, violencia callejera de pandillas de jóvenes violentos, también en edad escolar... Sin duda alguna, hoy, «la educación es un reto a los padres, a la Iglesia, a las instituciones escolares y a la sociedad». El proceso educativo es un elemento clave en la preparación y formación de las nuevas generaciones humanas; hoy, este proceso está puesto seriamente en peligro en nuestra sociedad de alguna manera postmoderna; podemos afirmar, sin ser derrotistas para nada, que buena parte de los países de Occidente, también el nuestro, se ven afectados por una grave crisis en el terreno educativo.

La experiencia nos dice que hoy la obra de la educación está siendo cada día más difícil y resulta más pobre y precaria. Se habla, por ello, de una gran «emergencia educativa», se habla de las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir a las nuevas generaciones los valores-base de la existencia y de un comportamiento recto tanto en la familia, como en la escuela, como en cualquier ámbito que tenga como objetivo educar, también en la Iglesia. «Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable en una sociedad y en una cultura que, con demasiada frecuencia, están haciendo del relativismo el proprio credo –el relativismo se ha convertido en una suerte de dogma (Benedicto XVI).

En un ambiente relativista como el que se ha creado en el entorno cultural que vivimos llega a faltar la luz de la verdad; más aún, el hablar de verdad se considera como algo peligroso o «autoritario» y contrario, en todo caso, a la libertad individual de cada uno: toda autoridad, toda disciplina, toda obediencia, que reclama reconocimiento de la verdad, se considera como una intromisión en la propia vida. Domina la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas de las que no podemos disponer, de que toda verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. De ahí puede deducirse que no hay valores universales que merezcan adhesión incondicional y permanente, e, incluso, tampoco comportamientos humanos, básicos y comunes a todos, tampoco deberes y derechos fundamentales inviolables de todos y para todos, en cualquier circunstancia y anteriores a la normativa jurídica, a la decisión de los legisladores, o a los usos culturales. De esta suerte, las formas distintas de percibir la verdad, los valores, y aun los derechos y deberes por parte de los individuos y grupos sociales se hacen objeto de un cierto consenso, en el cual tiene categoría de criterio determinante la opinión socialmente más extendida y el valor funcional que la acredita. Individuos y grupos se ven obligados a renunciar a convicciones y certezas con pretensión de hallarse objetivamente fundadas, verdaderamente integradoras de la totalidad de la existencia, que aportarían sentido a la vida por su carácter integrador de los elementos personales y sociales: se ven, en definitiva, obligados a orientarse sin esa referencia hacia una verdad última que los trasciende. Además, el relativismo imperante en nuestra sociedad, al no reconocer nada como definitivo y cierto, deja como última medida sólo el propio yo subjetivo con «sus» opiniones, sin certezas, o con «sus» propias arbitrariedades y caprichos y, bajo la apariencia de libertad, se transforma para cada uno en una especie de prisión que lo encierra en sí mismo, porque separa al uno del otro e incapacita para la comunicación con los demás, para lo que es común con los otros, también con los que nos han precedido en la vida y nos transmiten lo que es valioso en sí y por sí mismo para vivir. Se acaba por dudar de la bondad de la vida y de la validez de las relaciones y de los compromisos firmes que constituyen la vida. Se explica desde aquí la ruptura tan fuerte entre generaciones de nuestro tiempo. Todo esto, a mi entender, es un drama grande de nuestra época y cáncer de la educación.

En este ambiente relativista dominante no es posible una auténtica educación. Sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común y común a todos. Con este ambiente envolvente, ¿cómo podrá ser posible proponer a niños y jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida para todos, un auténtico significado y objetivos convincentes para la existencia humana, como personas o como comunidad?

Como está, de hecho, sucediendo; la educación con demasiada frecuencia tiende ampliamente a reducirse a la trasmisión de determinadas habilidades o competencias o capacidades para hacer, pero no para ser. Se comprende que los que tienen que educar –padres, profesores, etc.– renuncien a su labor educadora. Es lo que nos está sucediendo. Estamos, pues, ante una verdadera «emergencia educativa», que es preciso afrontar entre todos. Los desafíos con los que se encuentra la educación en España son muchos y grandes, por ejemplo: los señalados antes; todos y más en edad escolar que nos hacen pensar en la educación que se está impartiendo. El Papa Francisco a quien felicitamos, por quien rezamos y damos gracias en su décimo aniversario como Papa, dice que educar es «enseñar a vivir bien», enseñar a «cómo realizar una existencia que tenga un sentido profundo, que dé entusiasmo, alegría y esperanza», la escuela es uno de los ambientes educativos en los que se crece para aprender a vivir, para llegar a ser hombres y mujeres adultos, capaces de caminar, de recorrer el camino de la vida con un nuevo estilo de vivir en el que se viva el amor y del amor, la confianza, la gratuidad, la libertad, la dignidad de todo ser humano, el bien común y ser y sentirse hermanos de todos.

Antonio Cañizares Lloveraes cardenal y arzobispo emérito de Valencia.