Tribuna

Treinta años sin Andreas Faber-Kaiser

Solo los grandes dejan en el alma esa clase de huella

Treinta años sin Andreas Faber-Kaiser
Treinta años sin Andreas Faber-KaiserBarrio

La cita era a las dos de la tarde en una arrocería de la antigua Barceloneta. Las instrucciones que nuestro anfitrión había dado a Jaume, Montse y Manuel fueron explícitas: sería un encuentro sin cámaras ni grabadoras. Estábamos emocionados. Andreas Faber-Kaiser era uno de los últimos exploradores de verdad del siglo XX, un émulo de Thor Heyerdahl, Sánchez Dragó o Miguel de la Quadra. Había recorrido la India siguiendo los pasos del «rozabal», la venerable tumba de un sabio al que en Cachemira llamaban Isha y que se presentó en esa región a mediados del siglo I predicando la resurrección de los muertos. En 1976, tras una prolongada estancia en Srinagar, a novecientos kilómetros al norte de Nueva Delhi, Andreas concluyó que aquel maestro surgido como de la nada pudo haber sido Jesús de Nazaret. Publicó sus conclusiones en un ensayo que revolucionó las librerías de la Transición y que ganó tantos lectores como detractores: Jesús vivió y murió en Cachemira. Sus argumentos no solo hacían coincidir las enseñanzas del Jesús bíblico y el Isha indio hasta en los más pequeños detalles, sino que proponía la hipótesis de que el primero sobrevivió a la cruz tras un proceso de catalepsia y huyó lo más lejos que pudo, donde resistió hasta avanzada edad.

Fue en aquel tiempo cuando Andreas cinceló su leyenda personal. Tímido y de pocas palabras, en junio de ese año lanzó una revista del tamaño de National Geographic, encuadernada a lomo y con un pliego central de páginas a color, dedicada a los grandes enigmas de la ciencia y de la historia. La llamó Mundo Desconocido y consiguió que una nutrida nómina de colaboradores internacionales escribiera para ella. Su misión, claro, no se detuvo ahí. Siguió viajando por medio planeta para levantar acta de misterios cada vez más exóticos, como el de los pilares de basalto que sostienen la isla aparentemente artificial de Pohnpei o Ponapé, en la Micronesia. Cuestionó el Síndrome Tóxico atribuido al aceite de colza en España. Se codeó con los principales expertos mundiales en el fenómeno ovni y se entregó, en los ochenta, a la ingrata tarea de traducir y publicar en castellano los primeros informes que la CIA desclasificó sobre ese asunto. Él lo llamaba «el problema número uno de la ciencia moderna».

Con razón yo estaba nervioso. Corría el año de 1988. Aún no había cumplido los diecisiete y aquel era mi segundo o tercer viaje a Barcelona. Jaume Amer, Montse Vidal y Manuel Fernández eran amigos por correspondencia y acababan de fundar una asociación a la que llamaron «AFK» en honor a Andreas. Al huraño explorador aquello debió de hacerle gracia. No los había visto nunca. A mí tampoco. Pero accedió a almorzar con nosotros en aquella arrocería porque allí –eso lo supe más tarde– podría «medir» (sic) nuestro verdadero interés en su trabajo.

Yo entonces aún recorría las librerías de segunda mano en busca de ejemplares de Mundo Desconocido. La revista había dejado de publicarse en 1982 y era una auténtica enciclopedia de asombros. Cargué con varios números en la mochila, una copia nuevecita del Cachemira, y monté guardia a la puerta del restaurante. Andreas llegó puntual. Conducía un Talbot Solara blanco que intentó encajar, tenaz, en el hueco de un Renault 5. Nos saludó con la mano, levantamos las nuestras, y nos quedamos viendo cómo reventaba uno de sus pilotos traseros en una maniobra imposible. Recuerdo que los cuatro –cuatro jovencitos– nos miramos temiéndonos que aquel percance enturbiara nuestra cita. Nos equivocamos. Andreas se bajó del coche sonriente, eligió mesa, nos hizo más preguntas que nosotros a él, pagó la cuenta y se llevó a casa nuestras reliquias literarias para pensarse mejor las dedicatorias y devolvérnoslas otro día.

Nos vimos muchas veces después. Aquel verano, Andreas se estrenó en Catalunya Ràdio con un programa nocturno que tituló «Què volen aquesta gent?» (¿Qué quiere esta gente?), dedicado al «problema número uno», y me invitó. De hecho, volvió a hacerlo cuando aquel espacio evolucionó hacia «Sintonía Alfa» y se convirtió en la gran cita radiofónica de las madrugadas mediterráneas de los domingos. También nos cruzamos en las reuniones del desaparecido Consejo Editorial de la revista Más Allá de la Ciencia, y allí me puso tras la pista de dos extraños cadáveres del siglo XVIII, de Nápoles, a los que un noble italiano había conseguido petrificar su sistema sanguíneo y sus vísceras con un método alquímico secreto. Todo en aquel hombre era fascinación y «ocultura».

Y digo bien, era. Un mes como este, de 1994, Andreas Faber-Kaiser nos dejó a la temprana edad de 49 años. Fueron los tiempos del sida, cuando la pandemia tenía difícil tratamiento y se miraba a sus víctimas como a apestados. Mi nuevo amigo contrajo la enfermedad, y en un alarde de valor publicó un artículo en el que no solo lo confesaba sino que hablaba del respeto que le producía pensar en sus últimos días. Fue de los primeros en hacer algo así. Cuando, al fin, Andreas emprendió su Gran Viaje dejó huérfanos a dos hijos de mi quinta, Mónika y Sergi, pero también a mí. Han pasado treinta años desde su adiós y todavía sueño con aquel piloto roto, aquella sobremesa intensa y aquel hombre de ojos oscuros que me hizo soñar con explorar los misterios del universo.

Solo los grandes dejan en el alma esa clase de huella. Y a los grandes hay que recordarlos para que el tiempo no se los lleve.

Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.