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Las verdades de conveniencia

La Razón
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Se da el fenómeno de la «verdad de conveniencia». Se trata de que, para facilitar la convivencia, uno termina asumiendo como verdad cosas que no lo son, con tal de ser respetuoso y que «el otro» esté contento. Son verdades en clave política. En el Estado español vivimos este peculiar fenómeno. Se inventan mitos «autonómicos», a veces a fuerza de pura subvención, pero finalmente terminan siendo asumidos como verdad. El propio Estado autonómico es una solución jurídica, pragmática o convencional, pero termina siendo creído y asumido como verdad natural. El problema, por tanto, es que las soluciones de conveniencia pueden pasar a ser verdades, pese a que no lo sean realmente. Una cosa es que algo tenga que ser respetado o asumido por razones de conveniencia o por razones políticas (conforme) y otra cosa es que eso mismo termine siendo creído como verdad. La situación llega a ser expresiva cuando el propio Estado toma la iniciativa y termina condecorando o premiando (y, si no, miren y comprueben) al «contrario» del Estado, en aras del debido progresismo y convirtiendo en verdad algo que era convenio o conveniencia. Me remito a mi reciente libro «Discurso a Hispanoamérica y España», Editorial Sial-Pigmalión, Madrid 2016.

Ante este panorama político debería tener una enorme importancia la función intelectual. Lejos de ser su misión hoy la de transformar el mundo, su cometido más genuino sería, simplemente, dar mejores explicaciones de las cosas. Hay mucho campo en todo esto. Si la verdad política es necesaria, por razones de conveniencia, se precisa entonces la función intelectual de descubrimiento de la verdad al margen de las posibles ficciones. A veces hay casos claros, como por ejemplo la versión posible sobre ETA y las víctimas de aquella. Parece ésta tan clara que ni siquiera harían falta intelectuales para contarlo. Pero ya veremos... porque, de hecho, tal agrupación puede disolverse a gusto, tras haber contribuido al fenómeno aludido de los falsos mitos patrios que terminan siendo creídos.

El origen de los problemas está en colectivos que votan contra el sentido común. ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer, como político, cuando se observa que, de propugnar la racionalidad, los votos se orientan hacia otro partido? ¿Qué hacer si se llega al extremo de detectar, sociológicamente hablando, que la estulticia pudiera llegar a ser un factor? Un ejemplo (o curiosidad) entre muchos, científicamente, es observar cómo una persona de Sevilla o de Valencia puede llegar a votar un partido político como «Podemos» que pone en entredicho la unidad de España. ¿Realmente vota algo así el votante de Podemos? ¿Por qué vota, un ciudadano de tales lugares, a tal partido político, en tales condiciones? No se encuentra explicación, sinceramente, en términos de pura racionalidad, como fenómeno sociológico singular, incluso a nivel internacional porque no conozco que en otros países uno vote en contra de su propio Estado, incluso sin perjuicio de otros méritos que pueda tener esa formación.

La solución óptima sería que, ya de una vez, se empezaran a votar partidos políticos partiendo de unos parámetros básicos de racionalidad. Entretanto, reivindico la importancia que debería tener la función intelectual ocupando un espacio que, sin embargo, parece estar ocupando puramente la política. Es importante que los políticos de sentido común sigan apostando por el argumento del debido cumplimiento de la ley, pero también tiene que haber colectivos capaces de explicar las cosas mejor. Las soluciones de conveniencia son precisas, por puro respeto, pero no son lo mismo que la verdad.