Historia

Historia

Populismos: arder verde por seco

La Razón
La RazónLa Razón

Alain Rouquié es un americanista francés, perspicaz e inteligente, que no ha querido seguir la teoría sociológica para comprender la realidad de Iberoamérica, sino el análisis histórico de los marcos globales capaces de dar sentido a esa realidad, yuxtapuesta de rasgos indígenas, criollos, europeos y norteamericanos, que algunos se empeñan en llamar América Latina. En esa América –a cuyo conocimiento se entrega obstinadamente la ciencia americanista, especialidad científica que en España ocupa el puesto de mayor antigüedad y originalidad– aparecen con insistencia pertinaz, nuevos términos de índole política, aunque sin categoría científica, como expresiones sin contenido aparente que surgen del fondo más primitivo, para designar los problemas «calientes» de la historia contemporánea.

Algunos de estos vocablos sincategoremáticos son «clientelismo» de Estado, «populismo», «desarrollismo», «socialismo criollo», como el «castrismo», el «sandinismo», el «chavismo» y algunos más, ejemplos de imprecisión, imposible ser asumidos por el vocabulario político, por más que, de hecho, hayan tenido algún momento de convivencia con la cultura occidental.

«Populismo» carece de rigor intelectual, está ausente de los temas mayores o mínimos de la teoría sociológica, así como de la teoría política. Su sentido se encuentra ahormado por la palabra, no por la idea, sino por el huracán o el rugido de una mesa que solo entiende lo que le prometen los caudillos urbanos, en su línea regular de mutua adulación del número. En ese halago recíproco se asienta el prestigio de los líderes «populistas», que alcanzan en su relación con la masa cumbres de fidelidad y de aparente confianza. Como ocurre con algunas enfermedades puede revivir, es decir, repetirse una vez concluida la convalecencia.

Los modelos que se dan en Iberoamérica son muy conocidos como nacionalismos asamblearios de masa: Juan Domingo Perón, «el primer trabajador», con los «descamisados» de Eva Duarte; Getulio Vargas, «el padre de los pobres», considerado como mártir religioso y reverenciado como tal después de su suicidio en 1954; o el incombustible ecuatoriano, cinco veces elegido presidente, Velasco Ibarra, cuya fuerza de convicción sobre la masa la expresa él mismo con su conocida frase: «Denme un balcón y reconquisto el poder». Es un mutuo reto/respuesta entre gobernantes, demagogos investidos de carisma populista, extremadamente peligroso para el equilibrio político, el proceso legislativo, la justicia social y el desenvolvimiento administrativo de las naciones en las que pueda producirse el fenómeno. Sin duda, las situaciones populistas se corresponden con dictaduras demagógicas. En las dos vertientes en que ocurre este mecanismo queda eliminada la razón y sólo predomina la pasión, es decir, aquello que los filósofos modernos denominan «percepciones confusas». Es evidente que sin orden, sin ideas claras, resulta imposible llevar a cabo esa difícil función que es el gobierno, desde la toma de decisiones hasta la aplicación de medidas que redunden, efectivamente, en el bien de la comunidad.

¿Cuáles son los nervios –que no son las «claves»– a través de los cuales se transmiten a la realidad las energías creadoras en las que se constituyen las estructuras, sean estas estables o inestables? Puesto que muchos entienden que estos fenómenos pertenecen en exclusiva a Iberoamérica, parece inevitable que se encuentra allí la célula madre que se extendió al tejido histórico, dando pie al origen mismo del «populismo». Creo que puede encontrarse en el edificio político que intentó construir Simón Bolívar, siguiendo el modelo antimonárquico de la república romana, que acabó en la sima de la dictadura. La radical influencia del modelo republicano romano adquirido por Bolívar, sobre todo en la pintura del Neoclasicismo revolucionario, se aprecia en su propósito de imponer, cuando la convino, es decir después de 1819 (Discurso constituyente de Angostura), el levantamiento popular y la idea romana de la «maiestas populi», característica del Senado romano. Más adelante, cuando se disolvía desde dentro la unidad de la República de la Gran Colombia no dudó en defender la dictadura como único medio de impedir la anarquía.

Este es el «hecho» germinal, del que arranca la historia contemporánea y el desarrollo del «populismo» hasta alcanzar un momento culminante de manifestación en la generación Intermedia-I (1930-1955) del siglo XX. En ese período aparece la más decisiva obra del pensador José Ortega y Gasset, «La rebelión de las Masas» (1932), que se sitúa en la perspectiva conceptual de la «crisis histórica», supuesta por la aparición del hombre-masa.