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Juan Pablo II

Aquella vez con Wojtyla

Extracto inédito de las memorias del cardenal Ugo Poletti, publicadas por «L'Osservatore Romano». Poletti (1914-1997) fue vicario general de Roma entre 1973 y 1991

El Santo Padre, junto a un grupo de rabinos en un homenaje a la comunidad judía en 1986
El Santo Padre, junto a un grupo de rabinos en un homenaje a la comunidad judía en 1986larazon

Juan Pablo II es el Papa más amable, simple, auténtico y fiel a su historia, su índole y su formación. En su libro autobiográfico «Cruzando el umbral de la esperanza», escribió sobre sí mismo y narró sus convicciones de fe, su vasta cultura, su vida hacia un mundo que necesita de Dios, de esperanza y de paz. Sobre él cada uno podría escribir libros de episodios, singularidades, obras, relaciones; pero no sería procedente y, tal vez, ni siquiera justo. Él es quien es: fiel a sí mismo, a su cultura, a su alegría de vivir, a su fe, espontánea y culta, a su amor a la vida sin reservas, que hace de él un «misionero, el evangelizador de la vida».

Muchos, con el gusto por la curiosidad, corren el peligro de falsear una personalidad genuina, fuerte, espontánea, marcada por convicciones auténticas e inatacables. Sería una falta grave por mi parte romper la debida reserva que custodia mi veneración por él, Pontífice; la respetuosa y fraterna amistad que nos une; la íntima y profunda comprensión que no necesita de muchas palabras para ser expresada; aquella comunión de pensamientos y sentimientos, de oración, a la que basta una mirada para entenderse. El Papa me agradece la ayuda que le he prestado para conocer y comprender Roma y la diócesis de la cual es Obispo, sorprendido cada vez por mi conocimiento de lugares, situaciones y personas. Yo le agradezco a él la fuerza de la confianza y el apoyo abierto que siempre me ha comunicado.

¿Cómo no recordar las «visitas a la parroquia» que, desde la primera audiencia que me concedió, dijo querer reservarse como expresión visible y concreta del amor que el Obispo de Roma, buen Pastor, pretendía dar a su pueblo a través de una relación directa, palpable, personal? Lo acompañé en 179 visitas (la última el 16 de diciembre de 1990). La visita de la parroquia seleccionada comenzaba con el encuentro del clero, el miércoles en el comedor con el Papa. Yo presentaba la parroquia en cuanto a su situación territorial, ambiental, social y religiosa; el párroco y sus colaboradores describían luego las particularidades, en un coloquio libre, suelto, confidencial. El domingo siguiente, de 16 a 20 horas, el Papa visitaba la parroquia, pasando por entre el vallado, dando la mano a la gente; celebraba la misa, recibiendo después a los distintos grupos: desde niño a adultos, jóvenes, asociaciones... El Papa se mostraba feliz y cercano y la gente se conmovía hasta el llanto.

Recuerdo con profunda emoción la visita del Santo Padre a la Sinagoga de los judíos el 13 de abril de 1986, ejemplar por la cordialidad del recibimiento, edificante por el calor y la gran paternidad del Papa, significativa por el contenido y el estilo de los discursos de ambas partes.

Quiero recordar, por último, en mis relaciones francas y sinceras con el Santo Padre, un episodio que me puso en el embarazo de un explícito rechazo de obediencia. Venía debatiendo desde hace tiempo en Roma, especialmente en una Congregación de la Santa Sede, el caso de un sacerdote romano, fundador del Instituto Redemptor hominis, acusado de graves culpas inexistentes por parte de una familia que, años después, me reconocería su error. Fue enviado personalmente el Papa, el cual me dijo: «Usted debe suspender a divinis a ese sacerdote». Le respondí: «Padre Santo, conozco perfectamente desde hace años ese caso y sé que el sacerdote es inocente; no me veo capaz de castigarlo injustamente. Dígale a la Congregación que, si así lo cree, proceda directamente». El Papa calló y no sucedió nada. Creo que la confianza del Papa en mí aumentó.