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Óscar Romero, «el santo de América»

Una feligresa salvadoreña muestra un póster del arzobispo Óscar Romero durante una audiencia especial del papa Francisco celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano / Efe
Una feligresa salvadoreña muestra un póster del arzobispo Óscar Romero durante una audiencia especial del papa Francisco celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano / Efelarazon

Oscar Arnulfo Romero fue asesinado la tarde del 24 de marzo de 1980, mientras celebraba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia en la ciudad de San Salvador

Oscar Arnulfo Romero fue asesinado la tarde del 24 de marzo de 1980, mientras celebraba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia en la ciudad de San Salvador. Tenía 62 años y apenas llevaba tres como arzobispo. Algún autor se ha referido a él como una mártir de la Guerra Fría.

La carrera eclesiástica de Romero no tuvo aparentemente nada de excepcional. Procedente de una familia mestiza de clase media-baja, se ordenó sacerdote en 1942 en Roma, donde realizaba una tesis doctoral, que tuvo que abandonar para regresar a su país. Tras una larga experiencia pastoral en El Salvador, recibió la ordenación episcopal en 1970 para ser nombrado obispo auxiliar de San Salvador. Pero ¿quién podía querer acabar con su vida? A pesar de su carácter introvertido, las circunstancias le llevaron a convertirse en la voz firme que denunció la violencia militar y guerrillera que sufría el pueblo salvadoreño.

La desigualdad social se agudizó en El Salvador desde 1870 con la privatizaron de las tierras comunales indígenas, que fueron compradas por una pequeña oligarquía de plantadores cafeteros: los antes campesinos pasaron a ser peones pagados con bajos salarios. Así, la pequeña “República cafetalera”, con una alta densidad demográfica indígena, se convirtió en caldo de cultivo revolucionario. En la década de 1920 el partido comunista de El Salvador era ya uno de los más importantes de América Latina. Con el crack del 29, el precio del café bajó y la pobreza aumentó: el resultado fue la revolución de 1932, que fue duramente reprimida. Uno de los líderes fusilados pocos días después, Farabundo Martí, se convertiría en el héroe de la izquierda revolucionaria. A partir de ese momento, se instalaron en el país gobiernos militares o controlados por los militares, que en las décadas de los 60 y 70 contaron además con el apoyo de Estados Unidos, país que vio en estos regímenes un muro de contención al comunismo que se extendía, todavía con mayor rapidez, tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959.

Los enfrentamientos entre los gobiernos anticomunistas, que crearon cuerpos paramilitares conocidos como escuadrones de la muerte, y las organizaciones guerrilleras, generaron una violencia endémica que afectó sobre todo a la población civil campesina y a algunos sacerdotes y monjas que trabajaban con estas comunidades. El arzobispo no dudó en condenar de forma contundente la violencia de uno y otro lado. Sus homilías, difundidas por la radio, eran escuchadas por todos. Esa denuncia le dio un enorme apoyo popular y un destacado reconocimiento internacional, pero también le generó numerosas enemistades dentro del país entre algunos miembros de la oligarquía y del ejército, que vieron en él un elemento subversivo.

El “éxito” de Romero fue mantenerse abierto a todos y, a la vez, independiente. Por ejemplo, es lugar común afirmar que Romero se vinculó con la Teología de la Liberación, sin embargo, él nunca admitió la solución violenta y, en cambio, defendió la “liberación integral” de los más pobres, entendida como una síntesis de evangelización y promoción humana, basada en el magisterio social de Pablo VI, Papa con el que se entrevistó en diferentes ocasiones, así como con Juan Pablo II.

Romero buscó construir la paz a través del diálogo con opresores y oprimidos, basado en la misericordia cristiana por cada persona. Sus armas, dicen sus biógrafos, fueron la oración y la confianza en Dios. Sin embargo, el arma de un francotirador acabó con la esperanza que Romero representaba para muchos salvadoreños. Es significativo que, poco tiempo después de su muerte, se desencadenara una guerra civil que aumentó la espiral de violencia en el país.