Religión

Verdadera fuerza

Textos de oración ofrecidos por el párroco en el Valle del Lozoya, Madrid

Cristo Pantócrator del Monasterio de santa Catalina en el Monte Sinaí, Egipto (siglo VI).
Cristo Pantócrator del Monasterio de santa Catalina en el Monte Sinaí, Egipto (siglo VI).La Razón

Domingo XXIII del tiempo ordinario

Las multitudes siguen a Jesús. Sin embargo, él no ha venido para ser un mesías de masas que le aplaudan y reciban de él sin corresponder con coherencia. Por eso les advierte que para ser sus discípulos tienen que cargar con su cruz, que significa desapegarse incluso de lo más querido para poner a Dios en primer lugar. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:

“Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.

Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:

‘Este hombre empezó a construir y no pudo acabar’.

¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?

Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.

Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”». (Lucas, 14, 25-33).»

El tono del Señor es sobrio y firme. Apunta al corazón con tres verbos decisivos: posponer, cargar, renunciar. La akolouthía —ἀκολουθία, seguimiento— no se reduce a “ir detrás”, implica ordenar afectos, asumir la staurós —σταυρός, cruz— y soltar lo que ata. La prioridad no devalúa los amores humanos; los coloca en su verdad. San Agustín lo explicaría con su geometría del corazón: amar en Dios para amar mejor al ser humano. El Cardenal Newman añadiría que la conciencia recta se forma cuando el amor primero está claro; la obediencia deja de ser cálculo y se vuelve pertenencia.

Las dos parábolas del cálculo corrigen improvisaciones: la torre y la guerra. Edificar pide cimientos; combatir pide deliberación. Jesús no halaga a la multitud con promesas fáciles; entrega criterio y método. Construir la torre significa levantar una vida con horizonte y vigilancia: elevar la mirada, ganar perspectiva, prever riesgos, esperar las buenas noticias y defender el recinto interior. Salir al encuentro del otro ejército significa reconocer que la fe es combate real contra lo que descompone: pecado, egoísmo, miedo, mentira. El Maestro edificó la torre de la comunidad y afrontó las “dominaciones” con la única fuerza que no envejece: su oblación. La sabiduría de Dios se manifiesta ahí donde el mundo no la ubica: poder que se expresa como mansedumbre, victoria que se da en el amor que se entrega.

Chesterton lo dijo con sus limpias paradojas: el cristianismo camina sobre un filo; cae quien confunde fortaleza con dureza o misericordia con flojedad. La fortaleza evangélica conjuga las dos parábolas: torre que mira lejos y batalla bien discernida. Santa Teresa lo aterriza con su castellano: determinación determinada.

“Posponer” no suena a desprecio, suena a jerarquía. Dios primero y, desde ahí, todo lo demás. El afecto ordenado deja de exigir al otro lo que no puede dar: ser absoluto. Ordenar no enfría; purifica. Un padre ama mejor cuando ama en Dios. Una madre carga su cruz cotidiana con un gozo nuevo cuando la prioridad está clara. Un joven discierne su vocación sin agotarse cuando el primer amor se llama Cristo. Agere sequitur esse —agere sequitur esse: el obrar sigue al ser—. Si el ser se enraíza en Dios, el hacer encuentra medida. El desorden afectivo, en cambio, fabrica promesas que no puede cumplir.

“Cargar con la cruz” no invita a fatalismos. Enseña a identificar el peso preciso de cada día y a asumirlo con Cristo. Las cruces no se coleccionan como trofeos para el victimismo. Se abrazan de una en una como el amor que crece. La esperanza del discípulo no es optimismo pueril, sino obediencia confiada en la acción de Dios. El que obedece camina ligero, incluso cuando la cuesta aprieta.

“Renunciar a todos los bienes” no equivale a destruir, equivale a disponer. Renunciar significa tener las manos libres para recibir y dar. El apego transforma bienes en amos; la renuncia convierte bienes en instrumentos. San Ignacio diría “indiferencia” santa: querer y elegir solo lo que más conduce para el fin, que es la glorificación de Dios y la salvación de las almas. Esta libertad interior otorga una fuerza serena que sorprende.

Calcula. Siéntate. Delibera. Tres verbos que suenan a estrategia y, en clave evangélica, evocan oración. Calcular con Dios no es frialdad; es sabiduría. Un cuarto de hora de examen al anochecer te dirá si aquella torre que empezaste tiene cimientos o solo fachada. Una hora de adoración al mes te hará distinguir batallas que convienen y batallas que dispersan.

El Señor habla claro porque quiere discípulos libres. No pide proezas de héroes solitarios. Forma comunidad que se alimenta de su Cuerpo, que aprende su voz y que combate bien juntos. En la Eucaristía se entra en el sacrificio donde la tiniebla cede a la luz, la culpa se rinde a la gracia y la muerte aprende su límite. Allí está la fuerza para construir y luchar. Tolkien llama al altar la eucatástrofe de cada jornada: la irrupción silenciosa del Bien cuando parecía que ya no alcanzaba.