Opinión
Amarga dulzura
Si es instintivo el querer vivir, el morir joven por una enfermedad caníbal y deseando la vida apasionadamente, es terrible. Hace unos días se fue de este modo una chica hermosa, Elena Huelva, que ejercía como influencer y que gracias a ello y al eco que tuvo su forma de llevar la enfermedad, casi todos conocimos. Elena tenía veinte añitos, dieciséis cuando la diagnosticaron el sarcoma de Ewing y toda la fuerza del mundo para lidiar contra él. De modo que hizo un eslogan de esperanza: «Las ganas ganan».
Los que somos mayores sabemos que no siempre es así, entre otras cosas porque hemos visto morir a muchos que no querían morir, pero en la adolescencia, cuando todavía te sientes inmortal, no hay quien te quite de la cabeza que tú podrás. La hermosa muchachita no pudo, ese mal canalla que afecta especialmente a los jóvenes, se la llevó, pero ella hasta el último momento hizo arte con su tormento, y yo me la imagino en los minutos finales arregladita como una novia, sonriente como si fuera a tener reyes magos.
Elena nos fue contando su deterioro sin perder un ápice de confianza en la risa; haciéndonos ver que escuchando música se lleva mejor la quimioterapia; que haciendo público lo que la comunicaban los médicos y lo que ella sentía al respecto muchos otros se sentirían aliviados de sus propias dolencias; siendo consciente de que se puede desaparecer dando luz y bondad.
Hay otros muchos que se han ido también estos últimos tiempos, el propio guardián de mis ojos, como siempre he llamado a mi oftalmólogo, el enorme doctor Carlos Cortés, que me llevaba cuidando desde mis diecinueve añitos y que me ha dejado huérfana de la parte más vulnerable de mi cuerpo. Carlos, al contrario que Elena, seguramente ya no tenía las mismas ganas que ganan pero sí había hecho de su vida un monumento de ayuda a los otros, un dar luz preciso. Ambos, la joven y el mayor, me han dejado un regusto amargo y mucha dulzura en el corazón.
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