Opinión

Quejas, lamentos y otras tribulaciones

La queja, en sí misma, puede ser funcionalmente positiva, saludable, en la medida que nos ayuda a tomar conciencia

Depresión
DepresiónDreamstime

Es una obviedad decir que la queja trae descrédito y produce hastío, sin embargo, no hacemos otra cosa que quejarnos: de la vida, la política y la familia; del tiempo atmosférico y del tiempo que vivimos. En fin, también nos quejamos de los quejicas. Y de los que se quejan de los quejicas.

Vivimos un tiempo que todo nos molesta y mostramos enfado con el mundo, donde siempre hay alguien que tiene la culpa de algo y hay que reivindicar el agravio. El malhumor, la queja, la indignación y la hartura son un rasgo distintivo de la sociedad actual.

No obstante, nadie se denomina o percibe quejumbroso o quejica. Fenómeno curioso. Todos tendemos a la autojustificación. Así y todo ¿por qué seguimos quejándonos, de forma persistente, sabiendo que es tan contraproducente y provoca un claro rechazo? Una primera respuesta, contundente y simple, nos la da el sentencioso y provecto refrán: “El que se queja, sus males aleja”.

En términos sociales hay que ver a la queja como un terreno más en el que se proyectan las tensiones de nuestro presente. De ahí, que es imprescindible escuchar y entender la “historia de la queja”, no desestimarla, y saber que todas las luchas y conflictos comienzan por una queja, o muchas. Y entendiendo que hay causas justas para algunas quejas. Detrás de toda queja hay una petición encubierta, o explícita. El estado afectivo que transmite una persona no sólo da cuenta de su situación, sino que es un medio “para”: una forma de comunicación y de acción sobre el otro. Hay que diferenciar el qué del quién y para qué.

La queja, en sí misma, puede ser funcionalmente positiva, saludable, en la medida que nos ayuda a tomar conciencia, a detectar lo que no está bien para ponerse en marcha y buscar soluciones. Cuando se hace reiterativa y persistente es negativa y estéril . La queja disfuncional no busca solución, busca y reitera la queja misma.

Por qué y para qué nos quejamos

Algunas veces quienes se quejan han sufrido experiencias traumáticas, reales, y tienen miedo de ser víctimas otra vez. A través de su anticipación tratan de eludirlas. Otras se enmascaran situaciones dolorosas, inaceptables, poniendo en primer plano otras triviales y anodinas que ocultan lo fundamental: lo más temido o deseado. En otras ocasiones, la queja y el lamento, también, puede utilizarse para alcanzar la motivación necesaria y reducir la discrepancia entre la realidad y nuestras expectativas. Y es a través de la exigencia, la queja airada y el perfeccionismo que tratamos de lograrlo: “con mi enojo lograré forzar o forzarme a lo que deseo”, que es la interiorización de cómo los padres – primeros representantes de la realidad – nos han criado. También, quejarse y lamentarse amargamente puede ser utilizado para evitar crear una impresión no deseada en el otro, buscar disculpas, o evitar que no te recriminen o exijan. No es infrecuente buscar activamente la estigmatización y el oprobio para inducir responsabilidad y culpa en las otras personas.

Detrás de una queja hay siempre una petición, un anhelo, una carencia, un egoísmo. Toda queja lleva de soslayo una amarga crítica de insatisfacción, a veces expresada con malhumor y disgusto. La queja persistente denota y connota una manifiesta pasividad regresiva, infantil. Y un vínculo o concepción paranoide del mundo: ante cualquier infortunio de la vida, alguien es el responsable. Y no soy yo. “Yo soy la víctima y el mundo circundante – personas u objetos inanimados – victimarios”. Posición que subyace a todo acontecimiento.

Ante exigencias desmesuradas y vanas, ideales inalcanzables y fatuos; infantilismo tirano y montaraz y, una concepción suspicaz del mundo, no es de extrañar que la vida te parezca injusta y surja la queja – por mucho que produzca rechazo y descrédito – como ineficaz válvula de escape. Ante la impotencia y el desvalimiento, siempre nos queda la queja. Cuantas veces, nada más levantarnos, pensamos que la realidad está “construida”, hecha, para fastidiarnos – los horarios, el metro, la lluvia o la sequía, la circulación, el trabajo – e impedirnos ser lo que queremos. Y buscamos cualquier salida para escapar de la realidad, incluso de nosotros mismos. Y un peligro es dejarse arrastrar, darse por vencido cuando no lo estamos o seguir quejándonos indefinidamente. Es decir, la queja como premio consuelo. O bien surge un impulso a reaccionar con coraje ante uno mismo y la realidad, a no someternos. Podrá surgir rabia e indignación y nos preguntaremos qué se puede hacer para resolver o mejorar los diversos problemas que la vida te va presentando; qué puedo hacer de mí mismo y de las relaciones con los demás. ¿Quiero ponerme al frente de mi biografía o claudico a una inefable queja que te sume en una pasividad estéril?, que ironiza el conocido dicho: “Dios me ha hecho así, cualquier queja, habla con él”.

La idea de que no podemos elegir, de que somos esclavos de nuestros instintos y del mundo circundante nos encadena a un furioso fatalismo y nos disuade de adoptar decisiones. Somos humanos pero no inútiles e incapaces. A pesar de todo, somos más adultos de lo que creemos; estar y lidiar con otras personas nos hace menos individualistas y el mundo no es tan malo si lo vemos con una perspectiva temporal más amplia. Y desde que nacemos tenemos que trasegar con la inevitable vulnerabilidad e impotencia. Merece la pena.