Pandemia
Vuelven las colas del hambre: la escudería de María de Villota alimenta Vallecas
El legado de la piloto fallecida en 2013 sigue vivo en una legión de voluntarios que presta su ayuda a los más afectados por el Covid
María de Villota tenía 32 años cuando un accidente la paró en seco. En la pista del aeródromo de Duxford, donde realizaba un test de Fórmula 1, se llegó a firmar su parte de defunción. Pero vivió. Vivió un año y tres meses, el tiempo suficiente para casarse y poner en marcha un tsunami solidario que ahora, en tiempos duros, presta ayuda en las colas del hambre que han regresado a lugares como Vallecas. Las largas noches de hospital transformaron a María. Lo dejó escrito en su libro «La vida es un regalo» (Plataforma Testimonio): «No pienso dejar de lado a los que ahora gritan en silencio por mi ayuda. Porque no muchos les oyen, como yo antes; pero ahora, desde que yo fui uno de ellos, no quiero ni puedo quitar este dolor y solo deseo ser mejor, y doy gracias por poder sentirles. A enfermos y sanos».
Decenas de esos invisibles de los que ella hablaba hacen cola en los alrededores de la Iglesia vallecana de San Ramón Nonato, a pocos metros de la cripta en la que está enterrada. Unos 50 voluntarios de esta particular escudería se turnan para asegurarse de que, de lunes a viernes, quien lo necesite pueda llevarse a casa una bolsa con un par de bocadillos, fruta y algún lácteo.
El guardián del «Legado de María de Villota», su padre Emilio, recibe a LA RAZÓN a las puertas de la Iglesia levantada por la familia en 1907. En lo peor de la crisis del coronavirus, el párroco les pidió que se hicieran cargo de esta línea de ayuda, que es solo una de las cuatro que gestionan en San Ramón Nonato. A la entrega de bocadillos se suma el reparto de comida caliente más elaborada, un catering externo y la distribución de alimentos frescos que se almacenan en una parte de la capilla donde descansan los restos mortales de la piloto y de muchos de sus parientes, incluido el pequeño Ramón que dio nombre a la parroquia.
Emilio reconoce la carga sentimental que supone para él venir aquí cada día, pero, «aunque pueda parecer mentira, la emoción es positiva, no tanto de nostalgia o de tristeza». Es una tarea que le hace sentirse más cerca de su hija, que mitiga en cierto sentido el dolor de una pérdida que en su familia «cada uno lleva como puede». A este kilómetro cero vallecano cada día se acercan entre 400 y 500 personas de 23 nacionalidades distintas, un número que en los meses más duros superó el millar. Muchos ya acudían de forma regular antes de la locura del Covid-19, personas que dormían en la calle o estaban en paro, pero Emilio asegura que «también vemos a gente de clase media, cualquiera de nosotros podría estar en una cola, en cuanto te quedes sin ingresos una temporada. Y ya no te digo si se trata de una familia que no tenía recursos».
El otoño, que viene frío y cargado de incertidumbre, ha incrementado la afluencia en un 10% durante la última semana. Es el caso de Miguel, de 28 años. Inmigrante dominicano, la pandemia le pilló trabajando en la construcción y le dejó en paro. Ahora anda a la espera de una cita para regularizar su situación que va a tardar unos meses por el colapso administrativo. Vive en un piso de alquiler con su madre, «que echa unas horas limpiando de vez en cuando», y cada día sin faltar uno se pone en fila para llevar comida a casa. Apoyado en su bici, no pierde de vista la pantalla del móvil y recuerda que «durante seis años las cosas me fueron bien; ahora toca acogerse a lo que Dios nos dé». Unos cuantos puestos por detrás, Jacqueline se está pensando volver a Perú. Solo lleva un año aquí, menudo año, y a sus 45 se le está poniendo muy cuesta arriba hacerse un hueco. Sus amigas le insisten en que aguante, que «esto pasará tarde o temprano», pero la morriña por sus tres hijas y la enorme dificultad de pagar los 250 euros que les cuesta la habitación se le hace a veces insoportable.
El recuerdo de María de Villota y la sensación de que había que hacer algo sacaron de su encierro al batallón de voluntarios en primavera, cuando aún nadie llevaba mascarilla y el temor por un posible contagio era elevadísimo. Enrique, piloto de Iberia ahora en ERTE, empezó a colaborar en mayo, «cuando aún estábamos confinados». Se enteró por una vecina y no dudó en apuntarse: «Ahora que tengo más tiempo, lo invierto en esto. Vengo dos o tres días a la semana, según puedo compaginarlo con el cuidado de mis hijos». A su lado, Juan Eduardo asegura que «yo podría estar perfectamente en una de esas colas». Echar una mano aquí le sirve de rutina ahora que está en paro y le hace sentirse bien. Apenas les da tiempo a hablar con los que «muchas veces llegan con la cabeza gacha, pero les das los buenos días y les preguntas cómo van».
Alfonso fue, seguramente, una de las últimas personas en las que pensó María antes de fallecer alrededor de las siete de la mañana en un hotel de Sevilla, el 11 de octubre de 2013. Por entonces él trabajaba en el Consejo Superior de Deportes y la piloto le escribió de madrugada animándole a acudir a la presentación de su libro la siguiente semana. Él lo leyó cuando las secuelas del accidente ya se habían llevado a su amiga. Ahora Alfonso también milita en su legado, dice que «María nos dejó a todos unos deberes que estamos intentando cumplir». La obra solidaria en memoria de Villota abarca un ingente número de causas, entre las que destacan ocho hogares para mujeres sin recursos, la recogida de alimentos para comedores sociales y un programa especial para niños con enfermedades neuromusculares y mitocondriales. Los invisibles que quería consolar la primera mujer que corrió en Fórmula 1 han quedado en buenas manos.
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