Entrevista

Desintoxicarse a los 19 años: “Mi vida era dormir y drogarme. Solo me despertaba para meterme”

Miguel López llegó a consumir al día 20 porros, 16 rayas de cocaína y cinco benzodiazepinas mezclado con alcohol. “Tuve que decidir si quería morir o seguir viviendo. No fue fácil”, revela a LA RAZÓN

Miguel López, ahora recuperado de su drogadicción, comenzó a consumir a los 12 años
Miguel López, ahora recuperado de su drogadicción, comenzó a consumir a los 12 añosLa Razón

A los 12 años comenzó a consumir cannabis. Miguel López, que ahora tiene 20, confiesa que lo hacía como hábito social, los fines de semana y siempre con amigos. No pensó que aquello derivaría en una terrible adicción. Y es que, tras los porros, vinieron las benzodiazepinas (un psicotrópico con efectos sedantes), la cocaína y otro tipo de drogas sintéticas, todo mezclado con alcohol. Un cóctel explosivo. “Al principio mi familia no se daba cuenta porque consumía siempre fuera casa, pero con el paso de los meses mi conducta empezó a cambiar, no estaba centrado y cada vez me veían más cerrado en mí mismo. Luego vinieron las peleas, me mandaron al psicólogo... Era muy complicado. Lo que ocurre con las drogas es que están tan a mano y es tan sencillo conseguirlas que se convierten en un problema sin darte cuenta”, confiesa.

Fue a los 14 años cuando todo estalló. La adicción de Miguel iba a más y, claro, la paga de los padres no llega para las papelinas así que “comencé a vender para poder consumir, te vuelves capaz de cualquier cosa para conseguir tus dosis”. Este joven nacido en Ceuta y que ahora reside en Sevilla fumaba unos 20 porros al día, ingería cinco benzodiazepinas y unas 16 rayas de sol a sol, a lo que también añadía altas cantidades de alcohol. “Solía hacerlo los sábados y los domingos, pero en el último año, antes de ingresar en un centro de rehabilitación, esa cantidad de drogas era diaria. Vendía mucha y tenía mucho dinero para gastar. Perfectamente podía dejarme 500 euros en dos días”, reconoce.

Miguel, junto a su hermana Laura, que ha sido un apoyo fundamental en su recuperación
Miguel, junto a su hermana Laura, que ha sido un apoyo fundamental en su recuperaciónLa Razón

En aquel momento, recién cumplidos los 19 años, Miguel vivía con su madre, Mª Ángeles, que es enfermera, mientras que su padre, Miguel, militar de profesión, pasaba largas temporadas fuera. Con su hermana Laura tampoco se dirigía la palabra, ella estudiaba fuera de la ciudad y fue perdiendo el contacto al ritmo que él se metía en una vorágine de desfase. También se fue alejando de sus amigos de siempre: “Dejas de lado a la gente buena, a la que quiere ayudarte, y te juntas con los que siguen tu ritmo. Yo tenía a mis tres amigos de siempre, ellos consumían de manera esporádica. Me decían que se me estaba yendo de las manos, pero no hacía caso. No me gustaba que me dijeran lo que tenía que hacer, así que fui rompiendo la relación y me aproximé a personas muy tóxicas, muy chungas”, lamenta.

Libertad vigilada y la “hucha familiar”

Cuando acabó, como pudo, el bachillerato se matriculó en un ciclo formativo de Imagen y Sonido, pero no aguantó. “Yo solo quería estar drogado. Nunca fui violento, pero hacía lo que fuera falta para que no me faltara coca u otras sustancias. La Policía me pilló vendiendo y me detuvieron. Me concedieron la libertad vigilada y tuve que realizar trabajos comunitarios. Aun así, yo no paraba. No era consciente de lo que me estaba haciendo a mí mismo ni a mi familia. Ellos pensaban que solo consumía marihuana, no querían saber la verdad porque era demasiado dolorosa. Ahora sé que los destrocé”, reflexiona. De hecho, recuerda cómo les robaba para costearse su adicción: “Una vez les quité la hucha en la que guardaban todos los ahorros de Navidad, aún no me lo he perdonado”.

Pero en junio de 2019, en la noche de San Juan, hubo un punto de inflexión. Desde hacía tiempo, la fiesta para él había desaparecido. Del consumo social para pasarlo bien había pasado a “meterme de todo, pero en casa. Solo. No quería salir, solo drogarme y dormir. Me despertaba únicamente para fumarme un porro o meterme una raya y me volvía a dormir. Ese era mi día, dormir y drogarme. No tenía ilusión de vivir”. Aquella noche del 23 de junio sus amigos le insistieron en salir de fiesta, “yo no quería, prefería quedarme en casa, pero me convencieron. Y todo se complicó, nos metimos en peleas y me puse hasta arriba. Al día siguiente me sentía fatal, destrozado física y mentalmente. Sabía que necesitaba ayuda, pero me daba vergüenza pedirla, decir a mis seres queridos que era un drogadicto y que les necesitaba para salir de esta”.

Aun así, echó mano de valentía y llamó a su tío Rafa, con quien siempre había mantenido muy buena relación. Le contó todo y él le dijo que era el momento de cambiar el rumbo de su vida, que era muy joven para echar por tierra todo lo que le quedaba por vivir. “Al parecer, tuve un momento de lucidez y le hice caso, llegué a casa y les pedí a mis padres: ’'Os necesito, por favor, ingresadme en un centro de desintoxicación’'. Mi madre, que había caído en una depresión por mi culpa, se puso a llorar. Me abrazo y enseguida empezamos a buscar centros”. Fueron sus progenitores los que rápidamente comenzaron a localizar en internet clínicas, “yo me quedaba encerrado en la habitación, pensando, no sabía si hacía lo correcto”.

20 kilos menos

Después de mucho buscar encontraron en Sevilla un lugar que podían asumir económicamente. Era una fuerte inversión (unos 2.500 euros mensuales) pero no dudaron en solicitar una plaza para su hijo pequeño. Cuatro días después, Miguel, a los 19 años, ingresaba en el Centro de Desintoxicación de Sevilla. “Los cuatro días que pasaron desde que se lo comunique a mis padres hasta que me ingresaron fueron duros. Estuve drogado todo el día, fue como mi último ’'banquete’' sabiendo que aquello iba a terminar para siempre”.

El 28 de junio, a las seis de la mañana, cogió un barco de Ceuta a Algeciras y de allí, junto a sus padres, viajaron hasta Sevilla. “Al ingresar, me hicieron una entrevista y un reconocimiento médico. Pesaba 40 kilos, había adelgazado unos 20 en los últimos meses. Ahora ya estoy en mis 60 habituales”, dice. Fueron semanas duras de charlas y terapias. Al principio no hablaba con nadie, solo bajaba la mirada y actuaba como un autómata. “La primera noche tu cuerpo explota, no puedes dormir. Yo venía de no comer, de mal dormir, de no saber vivir, desorientado. Tenía muchas crisis de pánico, se me quedaba el cuerpo agarrotado y tuvieron que darme tranquilizantes. La abstinencia física se pasa en los dos primeros meses y luego hay que luchar contra lo más complicado, la dependencia psicológica a la que tendré que enfrentarme toda la vida”, asume.

De manera paralela a su recuperación regresó la cercanía a su familia y a sus amigos de antaño. “Les debo todo a ellos y a los profesionales que me han ayudado en este tiempo. A todos los que se encuentren en mi situación les quiero decir que se puede salir, que se dejen echar una mano por la gente que los quiere”. Ahora, Miguel, que abandonó recientemente el centro de rehabilitación, ha vuelto a matricularse en el ciclo de Imagen y Sonido, “me gustaría ser productor musical”, desvela. Ha decidido quedarse a vivir en Sevilla, en un piso compartido con otros dos compañeros de rehabilitación que han pasado por lo mismo que él. “Vivimos al lado de la residencia, siempre la tenemos ahí por si necesitamos algo de ellos. Sigo con mis controles periódicos y todo empieza a irme bien. Eso sí, soy consciente de que mi lucha seguirá siendo diaria ya que el diablo sigue muy metido en mi corazón. A pesar de ello, la esperanza nunca hay que perderla”, sentencia el veinteañero.