Trabajo
Como cada noche, Carmen se sienta en el filo de su cama, clava la mirada en la pared y respira hondo. Desliza sus dedos por sus manos hinchadas y doloridas tras tantas horas empujando la fregona y el aspirador. Se las mira y se lamenta. Quizá no era el futuro que esperaba, entonces, piensa en su hija y sonríe. Si resiste como camarera de piso tras 23 años es por ella. Así que se quita la faja, se toma un antiinflamatorio y pone el despertador a las seis y media de la mañana.
Ella es una de esas mujeres que aguarda en los pasillos de los hoteles a que los clientes salgan de sus habitaciones. Una de las que tira con un brazo de carros repletos con sábanas y con otro sujeta el limpiacristales. Un colectivo esencial para el turismo –81 millones de personas visitaron España el año pasado– y que se ha convertido en uno de los protagonistas inesperados de las últimas semanas. «Para mucha gente, somos las que fregamos el suelo y no valemos para otra cosa. Pero no es así, por limpiar no eres ni mejor ni peor persona», explica Carmen, una de las caras visibles de un gremio acongojado por la precariedad.
El cansancio hace tiempo que le ha pasado factura y el desgaste es tal que bien podría haberlo arrojado todo al cubo de la basura. Pero hay algo en esta madre soltera de 51 años que le empuja a levantarse, sacar a sus perros en mitad de la madrugada y ajustarse el uniforme lo más rápido posible. Son las 8:20 horas y ya va con retraso. «Es tan sencillo como que tengo que pagar un hipoteca y mantener a mi hija de 10 años. De ahí es de donde araño las fuerzas». De modo que, siempre entre prisas y previo paso por el colegio de la pequeña, se planta en el AC Cuzco (Madrid) situado a 40 minutos en metro de su casa. Pelo recogido y joyas fuera. Son las normas.
Nada más entrar, el estrés se evidencia. Tiene que fichar, subir hasta la planta 10 para reunirse con el superior que distribuirá el trabajo y recoger el material necesario. «Si en el control aparece alguna habitación libre ya podemos ponernos en marcha. Si no, hay que ir probando en aquellas en las que no esté colgado el cartel de “No molestar”». De media, hacen 16 habitaciones diarias, para las que cuentan con 28 minutos para cada una. Lo que se resume en 80 a la semana. «Puede parecer que ese tiempo es más que suficiente, pero no. Siempre tienes que ir corriendo: aspirar la moqueta, limpiar las mamparas, recoger las papeleras, hacer las camas...», sostiene esta trabajadora, que cuenta con la jornada reducida de 9 a 16 horas para conciliar su vida familiar. Sus compañeras entran a las 8. «Si alguien me dice que en 15 minutos ha limpiado bien una habitación cuádruple, le pediría que me contase el secreto», dice.
Desde hace unos años, esta camarera de piso cuenta con el puesto adaptado. Dos tendones rotos en el hombro, una cervicalgia en la espalda y el síndrome de Quervain –tendinitis– en la muñeca provocaron que no pudiera limpiar una habitación en las mismas condiciones que el resto del equipo, por lo que ahora se encarga de barrer todo el perímetro de la calle que rodea el hotel, incluido el garaje, entre otras funciones. «Es un trabajo muy duro: cargas peso, te haces daño y no te recuperas», reconoce. De los 23 años que lleva trabajando en el sector, 22 los ha desarrollado en el mismo hotel y desde 1999 con contrato indefinido. «El tiempo, los nervios, los dolores... nos generan una especie de presión a todas las profesionales. Y si encima te pagan mal, ¿con qué espíritu haces una habitación?».
2,50 euros por habitación
Mientras tanto, camareras de piso, limpiadoras, recepcionistas... –todas en femenino, ya que se trata de un colectivo repleto de mujeres– bajan y suben en un constante trasiego por el «esqueleto» del edificio, esa parte destinada únicamente al servicio. «Es necesario cambiar nuestra situación, no ya por mí, sino por todas en general», insiste Carmen que, desde UGT, lidera, junto al grupo Las Kellys y otros sindicatos, una campaña para que eso ocurra. «Nuestro trabajo ya ha sido invisible durante mucho tiempo». O, al menos, así es como se sienten. Como también lo es que tengan que medicarse a diario para soportar los dolores acumulados. O que se enfrenten a jornadas maratonianas que a veces no les deja tiempo para comer. Además, en algunas cadenas, si el cliente no sale, les descuentan esa habitación del sueldo.
Por todo eso, las que siempre han limpiado sin hacer ruido alzan ahora la voz para defender sus derechos y denunciar que la externalización que se ha llevado a cabo con la reforma laboral ha empeorado aún más su trabajo. «En función del convenio que se aplique, te pueden pagar hasta un 40% menos: de cobrar 1.200 euros a 700. Pero lo peor es cuando la retribución depende del número de habitaciones: de media, se está pagando entre 1,70 y 2,50 euros por cada una». En su caso, cobra por convenio.
«Cuando trabajaba de forma temporal hacían con los turnos lo que querían: por la noche te decían que no vinieses al día siguiente, o te llamaban a las cinco de la mañana porque alguien había fallado», recuerda Carmen que, corriendo, habla de las reivindicaciones del sector. «Tenemos que conseguir que prevalezcan los convenios sectoriales sobre los de empresa, así como conseguir que las mutuas dejen de disfrazar la dureza de estos trabajos y que las enfermedades laborales se reconozcan como tales. Todo eso abriría la puerta a una jubilación anticipada». Por el momento, el presidente del Gobierno se ha reunido con el colectivo y, con buenas intenciones, se ha comprometido a estudiar su situación. «Hay muy buenas palabras, pero lo que nos interesa son los hechos. Tenemos que pelear mucho aún».
Son las 16:15 horas y Carmen sigue corriendo. En menos de 45 minutos, su hija acaba el colegio y tiene que ir a recogerla. Sin quitarse el uniforme, sale escopetada en su busca. Su jornada laboral ha finalizado, pero ahora toca seguir en casa. «Hacemos la compra juntas, le ayudo a estudiar, preparo la cena y me pongo a revisar los escritos del sindicato». Hace tres días, Carmen estuvo en Barcelona apoyando al colectivo y, en unos días, volverá a hacerlo en Madrid. «Siempre he sentido impotencia por las injusticias, por eso en la medida de lo posible intento ayudar». Incluso ella, que ha mejorado su situación laboral, sigue sin llegar a fin de mes y sin recibir ayudas de la Administración, hasta tal punto que Cáritas le da una vez al mes comida para ella y su hija.
Y así se vuelve a plantar en el filo de su cama. Se acuerda de sus amigos y de su familia. Le han dicho en muchas ocasiones que está loca y que esta situación va a acabar con ella. Lo sabe, pero algo le empuja por dentro a seguir haciéndolo. «Me arrepiento de no haber dejado este trabajo antes», concluye. «De mi trayectoria por supuesto que no. Estoy muy contenta porque voy consiguiendo mejoras para mí y para mis compañeras, pero es muy duro. Quizá podría haber estudiado algo y haber llegado mucho más lejos. No lo sé. A lo mejor, si Dios me ha puesto aquí es precisamente por esto: para ayudar y conseguir que por fin se nos escuche».
Está molida, pero feliz porque que sale a flote a pesar de seguir aferrada a lo que le hace daño. Así, se quita la faja, coge otro antiinflamatorio y revisa el despertador. Todo en orden para seguir peleando.
Yonkis, suicidas, borrachos... también son clientes
Carmen, como la mayoría de camareras de piso, no ha recibido ningún tipo de formación. Así que, en su primer día de trabajo en el hotel, las dejan a cargo de la compañera más antigua, que es quien les enseña entre prisas. No hay más. «Al segundo día te sueltan ahí, ves el pasillo que te toca y te derrumbas. Al final, haces lo que puedes», afirma Carmen. Tampoco les forman para hacer frente a situaciones complicadas que pueden surgir con determinados clientes. «Nunca sabes a quién te puedes encontrar en una habitación. Yo me he topado con yonkis, suicidas, borrachos o maltratadores... y he tenido que intervenir como he podido. Nadie te enseña a actuar en esos casos y a vivir con ello». Al final, el instinto y su veteranía son su mejor arma.