Violencia de género
Ana es una de esas pocas románticas a las que aún le gusta mandar cartas. Lo hace por convicción, no hay duda. Cada mensaje que perfila en ellas tiene su toque personal: un dibujo a mitad de línea, una fotografía pegada con celo o un recorte de periódico sujetado por un clip. Para ella es casi un ritual. Es su particular forma de desahogarse. A veces, le escribe a sus amigas para contarles una nueva receta que acaba de descubrir. Otras, a su hermana para recordarle momentos que vivieron de pequeñas. Pero últimamente se dirige a sí misma. A diario, al menos durante media hora. Lo normal es que sea a partir de las once de la noche, cuando su marido ya ha dejado de soltar barbaridades, de exigirle las comidas o de recriminarle cada paso. «Nunca me ha puesto la mano encima», subraya. Pero hay momentos en los que las faltas de respeto, el sometimiento y la indiferencia pueden llegar a doler tanto como un bofetón. Como le está ocurriendo ahora. Llevan juntos 25 días en cuarentena y, aunque tiene fuerzas suficientes, hay momentos en los que éstas ya comienzan a flaquear.
«Nos casamos en 1996. El día que di el sí quiero pensé que mi matrimonio sería para toda la vida. Pasara lo que pasase. Y aquí estoy. Quizá, ahora, es cuando me estoy arrepintiendo de verdad de aquella promesa que me hice», relata esta mujer de 53 años, residente en Madrid y madre de un hijo. Han pasado ya 24 desde entonces, de los que los dos últimos han sido los peores con diferencia. «El cambio coincidió con su despido. No lo toleró demasiado bien y su carácter se transformó radicalmente». Primero, se terminaron las cenas con los amigos. Después, se impusieron los horarios en casa. Y así hasta llegar a los gritos de hoy. «Hay noches es las que casi no duermo. Estoy intranquila, no consigo relajarme. El hecho de no poder salir a tomar el aire está provocando que me ahogue en mi propia casa», añade. Por eso, se escribe. Para enviarse los ánimos que su pareja no le da, para recordarse que ella también vencerá al coronavirus, para darse cuenta de que el desprecio nunca está justificado.
El confinamiento en los hogares junto a maltratadores ha incrementado las llamadas al teléfono gratuito de atención a las víctimas de violencia de género (016). En concreto, se ha registrado una subida del 18,21% entre el 14 y el 29 de marzo respecto al mismo periodo de febrero, lo que se traduce en 521 llamadas más. Sin embargo, las consultas online son las que más han aumentado desde que se aprobó el estado de alarma. Hasta el día 29, se recibió un 286% más. «Yo necesito más tiempo», responde Ana con cierta pena. De hecho, de media, las afectadas tardan 10 años en denunciar a sus agresores. «Tengo que hacerme valer, lo sé. Pero necesito reunir más fuerza para romper con todo lo que he construido hasta ahora». Mientras se decide, los servicios de atención a las mujeres maltratadas han sido considerados esenciales, lo significa que los centros de emergencia, los pisos tutelados y los alojamiento seguros seguirán abiertos durante toda esta crisis sanitaria.
«Solo lo saben algunas vecinas. Y porque, al final, te ven más triste de lo normal y te acaban preguntando. Pero nadie más. Ni siquiera mi familia. Contar una cosa así por teléfono no es nada fácil. Para ello, necesitas mirarles a los ojos y transmitirles que, a pesar de todo, quieres seguir adelante», relata Ana, que en la última carta que ha escrito también reflexiona sobre eso. «El día de mañana, cuando acabe con todo esto, no sientas pena por mi. Apláudeme porque, entonces, habré ganado yo». Esa es, exactamente, la sensación que tiene ahora Esther. Hace solo diez días que tomó la decisión de hacer las maletas y regresar a casa de sus padres. «No sabía por dónde empezar», recuerda sobre el momento en que apareció con sus pertenencias en el portal de su casa. «Tenía un nudo en la garganta y la cara descompuesta. Pero por dentro está más que aliviada». Aquella tarde les contó cómo su pareja la había sometido a malas contestaciones, a críticas destructivas y a cuestionamientos constantes.
Encerrados en un pequeño apartamento del centro de Barcelona, esta joven camarera de 32 años vivía cómo su novio experimentaba constantes cambios en su estado ánimo. «Llegué a pensar que eran culpa mía. Me sentía como una mierda». En esos casos, solía refugiarse en sus compañeros. Sin embargo, tras el cierre del restaurante en el que trabajaba, una mezcla entre angustia y desconsuelo empezó a acumularse en su cabeza. El peor de los escenarios llegó cuando, tras pasar una tarde haciendo videollamadas con sus amigas, él empezó a recriminarle que le hubiese dejado solo durante todo ese tiempo. La discusión, que comenzó con un reproche y un par de contestaciones, terminó con el smartphone destrozado tras un fuerte golpe contra la pared. Y ella con un moratón en el brazo. «Ahí me planté. ¿Qué necesidad tenía yo vivir con miedo? Recogí mis cosas y me fui. Creo que captó perfectamente el mensaje porque no me ha vuelto a molestar».
En lo que va de año, 17 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas en España. La última víctima conocida es una joven de 35 años y vecina de Almazora (Castellón), asesinada por su marido el 20 de marzo delante de sus dos niños. Con ella, son 1.050 las asesinadas desde el 1 de enero de 2003, cuando se empezaron a contabilizar de manera oficial. «Sinceramente, no sé si he tenido mala suerte o no. Hay veces que pienso en todas esas chicas que no han podido vivir para contarlo y me siento profundamente mal por no enfrentarme a este infierno, por no salir corriendo, por no dejar de cuestionarme, por no contarle a mi familia lo triste que me siento, por no saber poner los límites necesarios…», concluye Ana, no sin antes lanzar un ultimátum. «Resistiré». Como también lo hará Esther. «Duele tirar todo por la borda, pero romper con lo que te ha hecho daño sana por dentro. Algo que todas, en el fondo, necesitamos tras pasar por una situación así».