Opinión

El discurso de Mario

Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosaalberto r. roldánLa Razón

En su discurso de ingreso en la RAE en enero de 1996, Vargas Llosa habló de Azorín y sus personajes, que ni se desean ni se odian sino que vegetan y se entregan a sus menudas labores con tanto fatalismo como perseverancia y tanta ternura como espiritualidad. Personajes introvertidos que viven y mueren cuidándose en sus últimos pulsos. Nada que ver con su persona, nada que ver. Mario, el antipersonaje de Azorín, ya que su vida es tan intensa como prolífica, tan apasionada como apasionante, si se me permite el barato juego de palabras. Estuvo con la más solicitada, y eso ha tenido un peaje en un país enfermizamente envidioso, donde el chismorreo cuenta con más seguidores que el fútbol. Ahora las aves de rapiña siguen tras la noticia, diciendo que ha dicho, diciendo que ha hecho, pero pronto, cuando ella haya pasado página con un nuevo amigo entrañable las aguas volverán a sus cauces, pero sería deseable poner tierra por medio y volver a aquellos tiempos de Nueva York, cuando nos encontrábamos en la puerta de la National Library y nos tomábamos un café juntos, en cualquier Starbucks de la 5ª Avenida, o nos convocaba Gaetana Enders a cenar en su casa de Madison Av.

Seguramente estará añorando aquella época, que ahora podrá recuperar quizá en París asistiendo como miembro que es desde 2021 a las sesiones Academie Francaise. Podrá seguir también desmigando el personaje de Madame Bovary, como ya lo hiciera en aquel extraordinario ensayo titulado «La orgía perpetua», único trabajo en francés que le valió el mérito de ser miembro de la docta casa, y pasear con un gorrito de lana por los boulevares mirando hacia adelante y preparando nuevas obras que dejar a la eternidad, mientras algunos releemos La tía Julia y el escribidor del joven Varguitas y la damos a leer a quienes van un poco retardados en el vargallosismo. Dejemos a don Mario regresar a las páginas de cultura, que ya padeció durante ocho largos años las del couché.