Biocomputación

La carrera por las biocomputadoras con tejido cerebral humano ya está en marcha: la inteligencia organoide llega para desafiar a la IA

Estas biocomputadoras, aún primitivas, abren puertas fascinantes e incómodas a la vez al atravesar desde dilemas éticos hasta sus posibles usos reales

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Las biocomputadoras ya no son ciencia ficción, pues a medida que la inteligencia artificial tradicional empieza a mostrar sus límites, un nuevo enfoque, que consiste en el uso de tejido cerebral humano vivo como hardware computacional, está avanzando con más rapidez de lo que muchos esperaban.

Y es que investigadores de varios países ya han demostrado que pequeñas redes de neuronas pueden jugar Pong, realizar tareas sencillas de reconocimiento de voz y responder a estímulos en tiempo real que si bien se trata de pasos todavía modestos, son suficientes para encender un debate global: ¿estamos listos para una tecnología que combina células vivas y computación?

Ahora bien, este interés no surge en el vacío, puesto que la carrera por la IA ha entrado en una fase de exploración frenética, donde las grandes empresas buscan alternativas que superen las limitaciones energéticas y computacionales de los chips actuales. En paralelo, el auge del capital de riesgo en proyectos de IA ha permitido financiar ideas que antes parecían demasiado especulativas.

Y todo esto ocurre mientras tecnologías como las interfaces cerebro-computadora, impulsadas por avances mediáticos como Neuralink, normalizan lentamente la idea de conectar biología y máquinas. En este contexto, los llamados organoides cerebrales, pequeños conjuntos tridimensionales de tejido neuronal derivados de células madre, han adquirido un protagonismo inesperado.

Aunque su actividad es primitiva y está muy lejos de cualquier forma de conciencia, han demostrado comportamientos de red complejos y capacidades adaptativas que, combinadas con sistemas electrónicos, podrían usarse como nuevos tipos de procesadores con un concepto que tiene un atractivo obvio: un hardware que aprende, consume poca energía y funciona de forma más parecida al cerebro humano que cualquier chip existente.

Aun así, siguen abiertas numerosas preguntas: desde la viabilidad técnica de escalar estos sistemas hasta los desafíos éticos de emplear células humanas como componentes informáticos, y mientras la tecnología se acelera, los marcos regulatorios avanzan mucho más despacio.

Una tecnología que avanza más rápido que la ética

Durante décadas, los neurocientíficos han cultivado neuronas sobre matrices de electrodos para estudiar cómo se comunican, sin embargo, fue el desarrollo de los organoides en 2013 lo que abrió la puerta a imaginar verdaderas biocomputadoras. Dichas estructuras, capaces de autoorganizarse y generar actividad eléctrica compleja, pronto fueron integradas en dispositivos tipo “órgano en un chip”, popularizados por la industria farmacéutica para probar medicamentos sin recurrir a animales.

De acuerdo con lo publicado por ScienceAlert, el salto hacia la “inteligencia organoide” llegó en 2022, cuando Cortical Labs mostró que sus cultivos neuronales podían aprender a jugar Pong a través de un circuito cerrado. El estudio generó titulares en todo el mundo, pero también críticas por su lenguaje, considerado exagerado y poco prudente por muchos neurocientíficos para que, un año después, surgiera el término “inteligencia organoide”, que a pesar de su atractivo mediático corre el riesgo de equiparar estos sistemas rudimentarios con la IA avanzada, algo lejano a la realidad.

Mientras tanto, el sector comercial avanza sin pausa. La suiza FinalSpark ya ofrece acceso remoto a organoides para experimentación, y Cortical Labs prepara el lanzamiento de su primera biocomputadora de escritorio, la CL1. En paralelo, grupos académicos en Estados Unidos, China y Australia compiten por desarrollar plataformas biohíbridas más estables, replicables y, eventualmente, útiles.

Promesas reales, riesgos reales y un futuro incierto

Aunque algunas propuestas son casi futuristas, como usar organoides para predecir derrames de petróleo en la Amazonia antes de 2028, los avances actuales siguen siendo modestos. Hoy, estas redes neuronales muestran solo respuestas simples y una capacidad limitada de adaptación, muy lejos de la cognición compleja.

Los usos más inmediatos probablemente no estarán en la informática general, sino en aplicaciones biomédicas: desde evaluar cómo químicos afectan el desarrollo cerebral temprano, hasta mejorar modelos de epilepsia sin recurrir a animales, siendo aplicaciones plausibles, aunque aún experimentales.

Pero incluso los sistemas más pequeños plantean dudas profundas: ¿qué entendemos por inteligencia cuando la frontera entre biología y máquina se difumina? ¿Qué estatus moral debería tener una red neuronal creada en laboratorio si algún día supera ciertos niveles de complejidad? Y sobre todo: ¿cómo regula una sociedad tecnologías que podrían evolucionar más rápido que su capacidad de legislarlas?

Por ahora, las biocomputadoras son prototipos incipientes, pero su trayectoria indica que los debates sobre conciencia, personalidad y ética del tejido vivo computacional podrían llegar mucho antes de lo previsto. Y, en plena carrera global por la IA, el interés solo irá en aumento.