Estreno
Nunca quise ir a L.A.
'I LOVE LA' llega hoy a HBO Max para retratar la cara superficial y arribista de la ciudad californiana, centrada en un grupo de amigos entre la Gen Z y los millenials

Con 'I LOVE LA', o al menos con su primer tercio, me ha pasado algo que me da miedo y rabia: me he convertido en un señor enfadado. No es por Rachel Sennott, que me cae en gracia y creo que tiene mucho talento —'El club de las luchadoras' (2023), que ella coescribía, me parece una película tremendamente reivindicable—, ni por la distancia geográfica —por suerte o por desgracia, conocemos EE. UU., y en concreto Los Ángeles, como si fuese nuestra casa—. Tampoco es por una cuestión de edad, porque tanto Sennott como la mayoría de protagonistas comparten generación conmigo. Ni siquiera creo que influya el hecho de que sus personajes sean, abiertamente, pijos urbanitas —también lo son los de 'Los años nuevos' o los de toda la filmografía de Jonás Trueba—. Lo que creo que me ha ocurrido, y lo que me ha llevado a sentirme viejo y tenerme que justificar en este párrafo eterno, es que he tardado en pillarle el juego.
'I LOVE LA' llega hoy a HBO Max encuadrada en un tipo de sitcom 'de autor' muy extendido entre los comediantes americanos. 'Ramy', 'Master of none', o 'Fleabag' en Reino Unido pertenecen a esta cuerda, en la que un actor/creador se proyecta en su protagonista para narrar, con más o menos licencias, experiencias propias. En este caso, la mente pensante detrás de todo es Rachel Sennott (Connecticut, 1995), actriz y cómica que saltó a la fama en 2020 con 'Shiva Baby' (Emma Seligman), y que la consolidó con 'Muerte, muerte, muerte' (Halina Reijn, 2022) y 'El club de las luchadoras' (Emma Seligman, 2023), donde hacía dupla con su amiga y habitual colaboradora Ayo Edebiri —Sydney en 'The Bear'—. Sennott se traspone aquí en Maia, una joven que se trasladó hace ya tiempo de Nueva York a Los Ángeles y que trabaja en una agencia de representación, ansiando un ascenso que nunca consigue.
Su grupo lo completan su novio Dylan —Josh Hutcherson, el mítico Peeta de 'Los juegos del hambre', al que hoy en día te puedes encontrar una noche tonta por Malasaña—; Charlie (Jordan Firstman), un diseñador de moda; y Alani, la hija de un famoso actor de Hollywood que, para rematar la broma, está interpretada por True Whitaker, hija del oscarizado Forest Whitaker. La oportunidad de Maia para escalar, así como el terremoto que desestabilizará su vida, llegará de la mano de Tallulah —Odessa A’zion, otra 'nepobaby', en este caso hija de la actriz Pamela Adlon—, una antigua amiga e influencer que aparecerá por sorpresa y a la que Maia acabará representando, pese a que las cosas entre ellas no acabaran bien y pese a que Tallulah tenga arrebatos cleptómanos, esté en proceso de desintoxicación y no tenga ningún tipo de filtro a la hora de hablar.
Estos cinco protagonistas serán a los que seguiremos a lo largo de ocho episodios. Ellos nos enseñarán una cara de Los Ángeles que, siendo sinceros, da un poco de dentera: la de las fiestas, los eventos, las campañas publicitarias, los desfiles y la frivolidad. Durante su primera mitad, 'I LOVE LA' es una serie desconcertante, que parece glorificar este estilo de vida intentando que el espectador empatice con problemas como 'esta influencer me ha hecho un vídeo por robarle el Balenciaga'. Si uno aguanta esto, pronto se intuye que lo que Sennott y compañía quieren (creo) es, precisamente, mostrar esto como problemático. Los personajes, hacia el final de temporada, van dejando de lado la ironía cínica para mostrar emociones, y la comedia mamarracha —en el buen sentido— deja paso a algo más seco, aunque todo es tan confuso y variable que, igual que yo hago esta lectura, alguien podría hacer la contraria.
Ninguna de las dos cosas termina de funcionar, porque la parte cómica solo gana cuando abraza el absurdo —hay un capítulo, en este sentido, en la casa de Elijah Wood, que es lo mejor de la serie— y la parte 'dramática' es constantemente torpedeada por la constante distancia irónica. Los personajes y sus intérpretes cumplen, y si se hace difícil empatizar con ellos es por una cuestión de guion. Dylan y Charlie tienen toques de humanidad que hacen que generen simpatía, pero Alani es un personaje totalmente desdibujado, y Maia y Tallulah tienen tantas capas de estridencia y superficialidad que, cuando 'toca' empatizar con ellas, han dejado al espectador fuera.
Quizá yo no sea público objetivo, o quizá no haya sabido leer bien las intenciones de 'I LOVE LA'. O igual me he convertido ya en todo lo que odio, y ahora me toca ir por ahí diciendo que 'ya no se hacen pelis como las de antes' y criticando la 'inclusión forzada'. Me iré poniendo el avatar de Twitter en blanco y negro, por si acaso.