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Los invencibles mandinga: una etnia guerrera de África a la altura de los espartanos
Los mandinga, mandinká, malinké, mandé, mandén o mandinkos fueron también los creadores del Imperio de Malí, y todavía hoy participan en diversas guerras del continente africano
El mejor método posible para indagar en las culturas ajenas consiste en conocer sus mitos fundacionales. Se conoce como mito fundacional a la leyenda que explica el nacimiento de una nación y que, por norma general, sirve de apoyo para garantizar la legitimidad de sus reyes o gobernantes. Por ejemplo Alejandro Magno se apoyaba en el mito fundacional de que era descendiente de Aquiles por parte de madre, o incluso hijo del propio dios Zeus. Rómulo y Remo sirvieron como mito fundacional en Roma y sustentaron una monarquía autoritaria a lo largo de 200 años. Y un largo etcétera. Entonces si quisiésemos remontar los riachuelos de la Historia hasta navegar aguas prácticamente estancadas, verdaderos cenagales de la información (allí donde la fantasía consigue transformarse en realidad) donde podríamos encontrar el mito fundacional de los mandinga, deberíamos buscar un nombre. Sologón Yata. También conocido como Sunyata.
La leyenda de Sunyata
Cuenta su leyenda que el dirigente de una pequeña tribu mandinga asentada en África Occidental, Naré Famaghan, escuchó decir a sus adivinos que llegaría un día en que su hijo sería un gran héroe, probablemente el mayor héroe que los empobrecidos mandingas, dominados por el todopoderoso Imperio de Ghana, habían tenido hasta la fecha. Ansioso por cumplir la profecía el jefecillo buscó una nueva esposa con la que concebir este varón fuerte y heroico, una esposa nueva entre la decena que ya tenía. Y por una razón u otra terminó casándose con Sogolón Condé, una mujer jorobada y feísima que vivía en el reino vecino de Do. Fue con ella con quien concibió al supuesto héroe, Sunyata, un chiquillo débil y de piernas anquilosadas como su madre que no fue capaz siquiera de andar hasta los siete años. Imagine el lector las burlas que los fortachones mandingas escupían contra el niño tullido. Eran constantes, estas pullas. ¿Cómo va a ser este chiquitín, este mediohombre que apenas si puede mover las piernas, el poderoso héroe que traerá la gloria a los mandinga de todo África? ¡Es el más débil entre los hijos de Naré Famaghan!
Los primeros pasos de Sunyata fueron dados de la forma más inverosímil. Un día cualquiera se arrastró hasta coger el cetro de su padre y, apoyándose en él con firmeza, consiguió ponerse en pie. Quienes recordaban la vieja profecía del héroe mandinga y observaron la conmovedora escena comenzaron a murmurar nuevamente, deseosos de que Sunyata fuera realmente el príncipe elegido. Dando lugar a una serie de intrigas y conjuras por parte de los envidiosos que terminaron con el exilio del pequeño Suntaya y su madre jorobada, lejos de la tribu. Allí, en este exilio, el príncipe se convirtió en un hombre fuerte y aguerrido, puro mandinga, y allí, en este exilio, escuchó años después llegar la noticia de que los sosos - otra tribu mandinga - habían atacado la patria de Sunyata mientras su hermano mayor - ahora rey tras la muerte de Naré Famaghan - había huido como un cobarde. Sunyata regresó en 1234 a su tribu, dispuesto a asumir el mando para expulsar al invasor, y, para placer y frenesí de los viejos profetas, libró una batalla apoteósica cargada de magia y aullidos escalofriantes, al estilo de 300 pero con un final feliz, y los belicosos sosos salieron por patas de vuelta a su territorio original en Sierra Leona.
Sunyata reinaría hasta cumplir la profecía y convertirse en el primer emperador del Imperio de Malí. Un descomunal reino cuyos dominios se extendían desde las costas de Senegambia hasta las tierras de Husa, en el norte de la actual Nigeria, y del Sahel a los bosques guineanos. Más de un millón de kilómetros cuadrados que superaban en extensión a otros imperios europeos de la talla del Imperio de Carlomagno, el Sacro Imperio Romano Germánico o el Imperio austrohúngaro. Construido con las herramientas habituales entre los guerreros mandinga: arcos y flechas, lanzas y mazas de madera y hierro.
El Imperio de Malí
Hemos conocido la base última que movía los hilos de las acciones de los poderosos mandinga en los siglos XIII al XV, hasta la llegada de los portugueses a sus costas y el inicio de las colonizaciones europeas. Era la guerra. La victoria en el campo de batalla. Su gran héroe es Sunyata, el guerrero invicto, excelente luchador y musculoso desde las puntas de los pies hasta los lóbulos de sus orejas; no necesitaba ser astuto, nunca interesó a nadie cuando era chiquito y sus piernas se negaban a funcionar. Se bastaba con asesinar con agilidad, y conocer los métodos para impulsar a sus guerreros a cumplir el mismo cometido. Así encontramos en los mandinga el símil más preciso con respecto a los épicos guerreros espartanos de la Antigüedad. Ambas civilizaciones dominaron su entorno durante un breve periodo de tiempo, sus formas de gobierno eran monarquías, libraron combates épicos que transmitieron su fama guerrera al mundo entero y, mientras la fuerza bruta era considerada la mayor virtud posible, la debilidad física era motivo de crueles burlas o, incluso, de la misma muerte.
El Imperio de Malí. Su capital fue Tombuctú y podríamos comprender su importancia cuando en el siglo XV tenía 100.000 habitantes mientras Madrid no llegaba a los 15.000. Dicen que la primera universidad del mundo se inauguró en Bolonia pero la realidad es que ya existían madrasas de estudios islámicos en Tombuctú varias decenas de años antes. Incluso cuenta otra leyenda de su rey más conocido, el inteligente Kakan Musa, que peregrinó a La Meca con una comitiva de 60.000 personas y que regaló tanto oro a su paso por la ciudad de El Cairo que terminó por devaluar el precio del valioso metal, y creó una profunda crisis económica en la ciudad que duró varios meses. Incluso hizo llamar al arquitecto granadino Es Saheli a su capital para que construyese el palacio de Tombuctú y la mezquita de Djingareyber. ¿Cómo pagó al arquitecto por su obra?: le hizo entrega de 200 kilogramos de oro puro, sencillamente.
Pero ni los mandinga ni los espartanos ni ningún reino guerrero de espadas y arcos de flechas pueden derrotar el poder sobrenatural de las intrigas de palacio. En Malí fueron tantas, tan dañinas, que la debilidad interna del Imperio terminó subyugándolo al Imperio Songhay en 1468. Humillados por una derrota en la que no hizo falta desenvainar las lanzas, los guerreros mandinga abandonaron su rico territorio para diseminarse en tribus nómadas por Gambia, Senegal, Guinea-Bissau, Costa de Marfil, Sierra Leona, Liberia, Malí y Burkina Faso.
Éxodo, esclavitud y paz
Fieles a su tradiciónsometieron cuantas regiones atravesaron en su penosa huida, apenas sin encontrar resistencia hasta toparse nuevamente con los sosos de Sierra Leona, que después de 150 años recordando la legendaria derrota a manos de Sunyata vieron en los debilitados mandinga de Malí una oportunidad dorada para la revancha. Hubo guerra, y esta vez triunfaron los sosos. Fueron ellos quienes cortaron el paso a los mandinga en peregrinación, obligándoles a asentarse a lo largo de los territorios citados en poblados y ciudades independientes entre sí. No crearon un nuevo imperio, estaban cansados. Evitaron los palacios y los despachos, conocían cuán traicioneros podían resultar estos a largo plazo. Y poco después arribaron a sus costas los esclavistas portugueses que, mediante tratos engañosos con jefes tribales, se apropiaron del territorio mandinga y comenzaron un lento pero inexorable comercio que llevaría a centenares de miles de mandinga a arribar en las costas americanas para servir de mano esclava. Quizá el lector recuerde la película de Django desencadenado, donde Leonardo DiCaprio hace de sureño aficionado a los combates entre esclavos africanos, conocidos como luchas mandingas (aunque debemos saber que estas luchas, al menos con este nombre, nunca existieron).
El resto es historia. Al tratarse de hombres y mujeres de constitución recia, los mandinga se traducían en el tipo de esclavo ideal. Diferentes conflictos entre tribus llevaron a que también fueran mandingas los que ayudaban a los portugueses en esta triste tarea de cazar esclavos en la selva, hasta el punto de que eran ellos mismos quienes apresaban a los de su propia etnia en el interior del continente, para luego llevarlos a las costas y venderlos a comerciantes europeos. Al final, el asunto de los esclavos no era nuevo para los mandinga: ellos mismos tenían sus propios esclavos desde antes incluso de Sunyata, botines de guerra en un pueblo esencialmente bélico. Cualquier traba moral de cara a la esclavitud estaba superada hacía siglos, nadie conocía mejor que ellos los métodos para atrapar desdichados selva adentro. Su intrincado sistema de nobles y vasallos permitía que las personalidades influyentes se librasen de las cadenas, mientras los menos afortunados terminaban irremediablemente en las bodegas que cruzaban el Atlántico.
A día de hoy los mandinga se dividen en dos grupos diferenciados: aquellos que continúan guerreando a favor o en contra del extremismo islámico (en Malí o Burkina Faso) y los habitantes de países en paz (Guinea-Bissau, Gambia o Senegal), que dedican lo largos que son los días a tumbarse bajo el árbol grande de su tribu y charlar mientras beben pequeños sorbos de té marroquí. Los que continúan peleando lo hacen con la misma precisión y violencia que sus ancestros, lo llevan en la sangre. Los que viven en paz esperan, aguardan con virtuosa paciencia, mezclando esa misma sangre acalorada con el té. Saben que antes o después, dentro de dos años o cinco o cien, llegará el día en que toque abandonar la sombra del árbol grande de la tribu, donde descansan mientras las mujeres cosechan el arroz. Lo saben porque siempre ha sido así, nunca existiría la paz de no existir también la guerra. Y de esta manera funciona la mente de los mandinga: son los mejores en la paz cuando beben su té y regalan oro en Egipto y construyen grandiosos edificios en Tombuctú; son los mejores en la guerra cuando triunfan en batallas de leyenda y asolan las tribus del norte de África durante siglos, y todavía hoy en las tierras áridas del Sahel, donde empuñan sus armas automáticas sin un solo temblor que disguste a sus antepasados.
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