Tribuna
La conspiración de los iguales
Ver aulas de las universidades vacías de alumnos supone «un gran fracaso colectivo»
En 1797 François Babeuf fue ejecutado por el Directorio por haber conspirado para llevar a Francia la igualdad absoluta. Si hubiese vivido hoy, su destino habría sido un poco más amable. Uno lo imagina en casa, defenestrado por el líder de su partido (sí, ese oportunista sin escrúpulos que accedió al poder prometiéndoselo todo a todos para luego no darle nada a nadie), compartiendo con sus pocos fieles ese meme salido de una pintada en una pared de Alcalá de Guadaira: «emosido engañado». ¡Qué ingenuo! Pretender instaurar un comunismo puro… Hoy, tras dos siglos intentándolo, la sangre derramada y el sufrimiento infligido han convencido a una mayoría de que la igualdad impuesta solo conduce a la tiranía y de que todo hombre debe ser libre para decidir qué tipo de vida quiere llevar, y en particular, para poder prosperar mediante su ingenio, su trabajo, o ambas cosas… hasta que la desigualdad resultante traiga, claro está, no menos sufrimiento y a lo peor, un derramamiento de sangre no menos copioso. Para entender por qué fracasó Babeuf y por qué, a pesar de su fracaso, muchos más lo seguirán intentando, para acabar fracasando también, no basta con leer a historiadores, politólogos, economistas o filósofos. Y es que, bajo los hechos innumerables, los discursos apasionados, el intercambio febril de bienes, o el debate infatigable de las ideas, no están sino nuestros cuerpos, con sus propiedades mecánicas distintivas, sus procesos fisiológicos característicos, sus pulsiones bien conocidas. Sigue pendiente, por eso, una historiografía que narre los avatares humanos desde la perspectiva de lo que la evolución ha hecho de nosotros. Porque somos, en esencia, unos primates a los que el azar colocó en unas condiciones muy particulares: el inhóspito mundo de la última glaciación. El resto son solo detalles...
Resumamos en un párrafo unas decenas de milenios de nuestro devenir como especie: hace alrededor de cien mil años el clima se deterioró notablemente en todos los lugares en los que habitaban nuestros ancestros (hizo más frío en Europa y se redujeron las precipitaciones en África). Solo una mayor cooperación entre las personas (porque ya lo eran plenamente) permitió sobreponerse a la falta generalizada de alimentos y a las dificultades que conllevó explorar y ocupar nuevos territorios en los que procurárselos. Pero para cooperar con éxito es necesario aprender primero a convivir. Hasta ese momento, nuestros antepasados habían vivido, muy probablemente, como aún hoy lo hacen los chimpancés: organizados en sociedades jerárquicas tuteladas por un macho fuerte y violento. Sin embargo, en ese momento tuvo lugar un cambio crucial: los machos menos poderosos (o betas en la jerga etológica) se coaligaron para acabar con el macho dominante (o alfa) del grupo. Tampoco es tan complicado: basta con que se extravíe una flecha durante una partida de caza o que alguien tropiece con él cuando está asomado a algún barranco... Con el tiempo, esto se tradujo en una selección de individuos cada vez menos agresivos y cada vez más proclives a la vida en sociedad, los cuales sobrevivieron mejor en ese nuevo entorno más inhóspito. En estos nuevos grupos sociales, todos los individuos tenían un estatus semejante y posesiones materiales parecidas (después de todo, si uno es un cazador nómada no es mucho lo que puede transportar sobre sus espaldas). Efectivamente, podemos decir que, por primera vez en nuestra historia, tuvo lugar una conspiración de los iguales. Pero a diferencia de la de Babeuf, esta se prolongó con éxito durante largo tiempo y trajo paz al seno de clanes y tribus… si bien, no un mundo totalmente en paz, puesto que estos grupos también guerreaban entre sí de forma constante para arrebatarse recursos y territorios. Creamos de esta forma un tipo novedoso (y esquizofrénico) de sociedad primate: muy tolerante con sus propios miembros y muy intolerante con los demás. Sin embargo, la adopción de la agricultura y la ganadería durante el período neolítico, y la subsiguiente sedentarización, trastocaron este contrato social paleolítico: se crearon excedentes que acabaron en manos de unos pocos y esta desigualdad, siempre creciente, se tradujo en conflictos cada vez más frecuentes, no solo entre potentados y desposeídos (para intentar redistribuir la riqueza), sino a todo lo largo de jerarquía social (porque todo el mundo aspiraba ahora a subir algún peldaño). En muchos casos, estos conflictos se canalizaron en forma de guerras de agresión a gran escala contra otros grupos. El mundo moderno no ha hecho sino llevar al paroxismo este nuevo contrato social neolítico, según el cual el éxito como individuo no estriba tanto en cooperar con los demás, sino en ganar preeminencia sobre ellos. Espoleados por un mercado que ha hecho del consumo desmedido su principal razón de ser y del disfrute de los bienes que genera la única filosofía vital, los iguales de antaño ya no buscan acabar con las élites para lograr la paz social, sino convertirse ellos mismos en la élite dominante, lo que no hace sino reforzar el conflicto social. Paradójicamente, una loable apuesta de la modernidad, a saber, la universalización de la educación, se ha convertido en un propelente de esta fatal tendencia. El historiador norteamericano Peter Turchin ha correlacionado los picos de esta “sobreproducción de élites” con períodos de mayor convulsión social. Su idea es sencilla: cuando la sociedad no es capaz de absorber a sus élites cualificadas (y eso significa proporcionarles tareas bien remuneradas acordes a su preparación), dichas élites se sienten frustradas por no haber conseguido el estatus que creen merecer y se confabulan para subvertir el orden social y derrocar a quienes las gobiernan. No es de extrañar, por tanto, que hoy andemos demediados: a la vez que nos fascinan los líderes, conspiramos constantemente para acabar con ellos.
Me puse a reflexionar sobre todo esto el otro día, cuando al llegar al aula, me encontré con que, de los cien alumnos que tengo matriculados en la asignatura, eran menos de diez los que habían decidido venir a clase. De ahí pasé a recordarme yo mismo como flaneur en muchos de los congresos a los que he asistido, a medias aburrido de tantas ponencias insustanciales como se presentan en ellos, a medias harto del resto, que suelen ser por completo sectarias y pensadas, en realidad, como caja de resonancia de la ideología en el poder (o, mejor dicho, del poder a secas). Indefectiblemente, acabé concluyendo que gastamos ingentes cantidades de dinero en mantener abiertas las universidades, pero también muchas otras instituciones que no producen nada tangible (nada, al menos, que podamos usar para alimentarnos o para vivir con mayor desahogo). Y lo hacemos (y creo firmemente en ello) porque es positivo dedicar parte de nuestros recursos a cultivar nuestras mejores cualidades: el anhelo por comprender el mundo que nos rodea, la necesidad de producir objetos hermosos y sobre todo, el deseo de legar lo aprendido y lo creado a quienes nos sucederán. Las universidades (y los museos, las salas de concierto o los talleres artísticos) constituyen, así, un epifenómeno de lo mejor del ser humano y por eso mismo, supone un gran fracaso colectivo verlas vaciadas de alumnos, rendidos a los cantos de sirena del mercado o del ocio, y repletas, en cambio, de profesores enfangados en absurdas controversias (como el sexo/género de los ángeles) o convertidos en meros propagandistas (de las ideologías rojas, azules o de cualquiera de los colores del arcoíris). ¿Pero y si en realidad a lo que estamos asistiendo es a la enésima derrota de Babeuf, a un nuevo fracaso de la conspiración de los iguales? Porque sí que necesitamos élites, pero no élites que quieran alcanzar el poder, sino élites que aspiren a fiscalizar a los poderosos, a denunciar sus vaivenes, sus rendiciones morales, sus engaños, sus apaños… y también a asesorarlos en sus políticas, a ayudarlos con sus conocimientos a tomar las mejores decisiones para enfrentarnos con éxito al futuro que nos espera. La tiranía no se combate hoy mediante flechas perdidas o encontronazos premeditados, sino produciendo más élites críticas y élites más críticas. Pero las aulas vacías, la menor calidad de la formación que impartimos en ellas, la ausencia de verdaderos intelectuales… son todos síntomas de que no lo estamos consiguiendo, y en último término, señales de que nos urge firmar de nuevo el contrato igualitario que suscribieron nuestros antepasados o estaremos condenados a seguir los pasos de Babeuf durante otro siglo más.
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