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Tribuna

Qué se vuelve viral (y qué dice eso de nosotros)

«Hay que volver a recuperar lo mejor de nuestro pasado: los lazos sociales fuertes que generan sentimiento de comunidad»

El uso de las redes sociales se ha hecho habitual en nuestro entorno más cercano La RazónLa Razón

Las discusiones en torno al tipo de contenidos que difunden las redes sociales, y en general, a la información que circula por el mundo virtual (qué calidad tiene, qué contenidos predominan, cómo reducir nuestra exposición a los que creemos contraproducentes, cómo promocionar aquellos que nos parecen útiles) suelen ser de una esterilidad desoladora. Dejando al margen que consisten, por lo general, en debates sordos a los argumentos y las razones de los demás (otro problema que añadir a los anteriores), todo se reduce habitualmente a una amalgama de meras impresiones, lugares comunes e intereses espurios, que traslucen una ignorancia sistémica de los asuntos tratados. No debe sorprendernos, por tanto, que nada productivo resulte de ellos, solo el desahogo emocional y la reafirmación de los sesgos e ideas parciales con los que llegamos a la arena dialéctica. Para resolver cualquier problema es necesario, ante todo, conocer su verdadera naturaleza. Qué se difunde con éxito en las redes (o se viraliza, como suele decirse ahora) y por qué lo hace es algo que la ciencia puede aclarar.

Hace un par de meses apareció un interesante trabajo que revisaba la literatura científica publicada hasta la fecha sobre la psicología de la viralidad informativa. Sus conclusiones más importantes son las siguientes. Primero, tendemos a compartir información más positiva que la que consumimos realmente. Eso quiere decir que cuidamos de presentar a los demás una imagen mejorada de nosotros mismos, porque todos buscamos ganar estatus dentro del grupo al que pertenecemos. Al mismo tiempo, consumimos información más diversa que la que compartimos. Dicho de otro modo, solo difundimos aquello que pensamos que los demás querrán ver. El objetivo es reforzar la identidad grupal (como cuando los hinchas visten todos la camiseta de su equipo al ir a ver el partido) y de paso, ver mejorada aún más nuestra imagen dentro de la colectividad. Tan fuerte es esta pulsión por obtener estatus y robustecer los lazos sociales, que llegamos a compartir información de dudosa credibilidad o incluso falsa. Esto es especialmente notorio en las discusiones acerca de cuestiones políticas, en las que todo lo que no forme parte del credo colectivo se percibe como una grieta en el muro que nos protege de los otros.

Si nos centramos en la información compartida efectivamente, suele ser, a pesar de todo, la que tiene un contenido negativo y provoca una intensa respuesta emocional en los demás (accidentes, guerras, conflictos…), aun cuando en todas las encuestas decimos preferir los contenidos positivos (logros deportivos, éxitos científicos, acciones solidarias…). Es la paradoja de la viralidad. Y es que, si fuésemos fieles a los gustos que decimos tener, serían las noticias positivas las que se volverían virales. Hay diversas explicaciones para ello. Para empezar, es posible que, sencillamente, mintamos al ser preguntados: decimos preferir los contenidos positivos para quedar bien frente al encuestador, si bien, nos atraen en realidad los contenidos negativos, incluso aunque nos provoquen rechazo. De hecho, cuando en la carretera se ha producido una colisión, poca gente pasa junto a los vehículos accidentados sin echar un vistazo a lo sucedido, a pesar de que sabemos que acabaremos viendo cosas que nos causarán espanto. Este comportamiento es una respuesta adaptativa muy antigua, que nos ayuda a evitar situaciones potencialmente peligrosas para nosotros: sobrevivimos mejor si estamos alerta frente a las cosas perjudiciales, en lugar de interesarnos por las placenteras. Si eres una gacela, vivirás más tiempo si prestas más atención a los leones que a la hierba de la sabana. Otra razón que explica que los contenidos negativos se transmitan en mayor proporción y a mayor velocidad que los positivos es que los superpropagadores tienden a difundir más los primeros. La mayoría de nosotros produce más información positiva que negativa, pero alcanza a pocas personas. En cambio, quienes más predicamento tienen en las redes sociales suelen compartir contenidos negativos. De hecho, pasa lo mismo en el mundo real. No obstante, lo peculiar del mundo virtual es que los superpropagadores tienen generalmente un estatus elevado (cuentan con muchos seguidores), mientras que en el no virtual su estatus es muy bajo (quienes chismorrean y no saben guardar secretos suelen ser menospreciados y tener pocos amigos). No hay, por lo demás, más agresividad en el mundo virtual que en el real: es solo que resulta más visible. Pero en mi opinión, son dos los resultados más interesantes de estos estudios sobre la psicología de la viralidad: que son los lazos sociales débiles (como los que mantenemos en las redes del mundo virtual) los que favorecen la difusión de los contenidos negativos y que en las sociedades menos individualistas, si bien se viralizan también contenidos que provocan emociones intensas, se trata generalmente de contenidos positivos.

La lección más importante que cabe extraer de todo lo anterior es que no hay nada nuevo bajo el sol… tampoco bajo el sol virtual. Desde hace decenas de miles de años, compartir información en sí nos ha resultado placentero, casi adictivo. Hemos dedicado la mayor parte de nuestro tiempo a hablar sobre quién hizo qué a quién y por qué. Más que primates racionales, somos primates sociales, hasta el punto de que nuestro cerebro parece ser tan grande para poder almacenar, ante todo, información de tipo social (quién es quién en la pirámide social, qué favores me deben los demás y a quiénes debo resarcir por algo, qué lazos unen a cada cual en la red social a la que pertenezco, etc.). Por otro lado, debería ser también evidente que, si queremos hacer de las redes sociales un entorno más positivo, no basta con regular sus contenidos por ley. Tampoco sirve de nada descargar la culpa de su estado actual en los famosos algoritmos, el poder en la sombra de las grandes corporaciones o los nebulosos contubernios entre las compañías tecnológicas y los políticos iliberales. Lo que circula por las redes sociales es, ante todo, el resultado de nuestras decisiones individuales, de cada reenvío que hacemos de contenidos que sabemos que no son apropiados, de cada «me gusta» que damos a información que no aporta nada a la mejora de nuestro mundo. Y aunque lo hagamos en respuesta a pulsiones muy antiguas, no podemos abandonarnos a nuestros instintos, sino que estamos obligados a encauzarlos desde la razón y el altruismo. Finalmente, hay que volver a recuperar lo mejor de nuestro pasado: los lazos sociales fuertes que generan un sentimiento de comunidad. Cuanto más nos sintamos parte de un colectivo real, más probable es que compartamos información que nos haga mejores a nosotros y a los demás.