Historia

Hungría

Antisemitismo: resurge el pecado de Francia

El repunte antijudío que vive el país, y que ha aumentado un 74 % en el pasado 2018, evidencia que la sociedad gala no ha olvidado hechos como el «Affaire dreyfus», vivo y presente aún en la memoria popular.

La lápida de Simone Veil, ministra con Giscard d'Estaing, y que sufrió el horror de vivir encerrada en un campo de concentración, ha aparecido pintada con esvásticas en un cementerio francés
La lápida de Simone Veil, ministra con Giscard d'Estaing, y que sufrió el horror de vivir encerrada en un campo de concentración, ha aparecido pintada con esvásticas en un cementerio francéslarazon

El repunte antijudío que vive el país, y que ha aumentado un 74 % en el pasado 2018, evidencia que la sociedad gala no ha olvidado hechos como el «Affaire dreyfus», vivo y presente aún en la memoria popular.

En antisemitismo nadie supera a la Alemania nazi, a sus leyes de Núremberg, a las decisiones de la Conferencia de Wannsee y a los campos de exterminio. La atrocidad del Holocausto es insuperable. Pero, tampoco se quedaron cortos los estallidos antisemitas en las sociedades cristianas medievales, las ordalías y expulsiones y, en épocas más próximas, los pogromos en Rusia, las persecuciones en Hungría y Rumanía y las leyes antisemitas en Polonia. Pero por alcance universal, repercusiones políticas, culturales e históricas, el segundo hito del antisemitismo es francés: el «Affaire Dreyfus». Alfred Dreyfus había nacido en Alsacia en 1959, en el seno de una rica familia judía dedicada a la industria textil. Cuando la zona quedó en poder de Alemania tras su victoria sobre Francia en 1870/71, la familia dejó Alsacia y optó por nacionalidad y residencia francesas. Alfred ingresó en la Escuela Politécnica y logró el título de ingeniero, cursó estudios en la Academia de Artillería y a los treinta años alcanzó el grado de capitán.

Dispuesto a hacer carrera en el Ejército amplió en estudios en la Escuela de Guerra y de estado Mayor, graduándose con magnífica calificaciones en 1893. Y, un año después, cuando se abría ante él una brillante carrera militar, pese a las reticencias que debía superar por sus orígenes judíos, se descubrió un caso de espionaje en favor de Alemania, la archienemiga de Francia que la había vencido, humillado y desmembrado la década anterior: Habían desaparecido planos sobre un nuevo cañón en el que estaban trabajando los ingenieros franceses de artillería y, por meros indicios circunstanciales, recayó la acusación sobre el capitán Dreyfus.

Desde el comienzo del que pronto se convertiría en el «Affaire Dreyfus» quedó claro que el mayor problema del capitán era su origen judío, agravado por haber nacido en Alsacia. El caso suscitó un escándalo enorme en Francia, con repercusiones en Europa entera. Durante el proceso (octubre 1894-enero 1895), pulularon por París decenas de enviados especiales de los periódico más importantes, entre ellos se encontraba un periodista austriaco, también origen judío, Theodor Herzl, enviado por el diario vienés «Neue Frie Presse», que quedó conmocionado por el antisemitismo que detectaba en la sociedad gala y europea, que contaminaba las deliberaciones del Consejo de Guerra. Dreyfus fue condenado a la degradación y la cárcel en el perdido penal ultramarino de la Isla del Diablo, situado en el Atlántico, cerca de la Guayana francesa.

Asentados en Palestina, donde convivían con otros pueblos, los judíos siempre tuvieron un prurito de superioridad que procedía de su religión monoteísta y de su convencimiento de ser el pueblo elegido por Dios. Eso les hizo vecinos incómodos y súbditos indómitos de los muchos imperios que se sucedieron en el control de Palestina, un corredor estratégico entre Mesopotamia y Egipto. El último gran imperio antiguo que dominó la región fue Roma, que sofocó varias rebeliones en los siglos I y II d.C., adoptando tremendas represalias contra la población. Palestina languideció despoblada y arruinada, En época bizantina, siglos IV-VII, apenas si contaba con 50.000 habitantes, que malvivían de la agricultura y la pesca y que en su mayoría no eran judíos, sino filisteos o descendientes de otros pueblos que desde el neolítico vivían allí. Cuando en el siglo VII fue invadida por los musulmanes apenas quedaban allí vestigios judíos y así continuaría hasta el siglo XIX. Los judíos dispersados por todo el Imperio se organizados en juderías, a veces lograron cierta prosperidad económica, incrementaron su número y mantuvieron casi pura su raza y su religión, vínculo con la tierra de sus antepasados que se renovaba con ocasión de la fiesta anual de la Pascua.

Solían vivir en comunidades cerradas, con frecuencia amuralladas, casi siempre envidiados, habituales sospechosos de toda calamidad que aquejara la región donde vivieran y, sujetos a motines fáciles de promover porque sobre ellos descargó el cristianismo el estigma de la crucifixión de Cristo. En época moderna, los nacientes estados les vieron como un problema para su unidad y estabilidad y optaron por expulsarlos, como España, Portugal y numerosos territorios que, con el tiempo, formarían Alemania, Italia o Francia. Ese éxodo de los siglos XV/VII los encaminó hacia los Países Bajos, Balcanes o Polonia.

Envidias y recelos

A partir del siglo XVII se abrió una línea de pensamiento que preconizaba el final de la segregación judía y la concesión de igualdad de derechos (JJ. Rousseau, Christian W. Dohm, Abate Grégoire), ideas que culminaron durante la Revolución Francesa que, en 1790/92, proclamó la emancipación de los judíos, a los que se les concedía «todos los derechos como individuos, ninguno como nación», política imitada por gran parte de Europa a comienzos del siglo XIX. Esa situación les proporcionó la oportunidad de desarrollarse en el mundo del comercio, la industria, las profesiones liberales, pero tal progreso suscitó nvidias y recelos , creándose en el siglo XIX una corriente antisemita basada en un falso antropologismo que consideraba a la raza judía «inferior, parasitaria, improductiva, incapaz de toda creatividad científica o artística» (Conde de Gobineau). Europa quedó dividida entre las tendencias asimiladoras e igualitarias de la Revolución Francesa y estos prejuicios raciales, exacerbados en las últimas décadas del siglo por problemas y escándalos económicos como el de la Sociedad Panamá, en el que tuvieron cierto papel dos financieros judíos, y que causó la ruina de millares de inversores franceses.

Ese era el panorama en Francia cuando Dreyfus fue encerrado en la isla del Diablo, pero hubo periodistas como Herlz o escritores como Émile Zola (su artículo «Yo acuso» es todo un ejemplo de periodismo de combate) que iniciaron campañas en favor de la revisión del proceso. El asunto es espectacular porque en 1896 el contraespionaje francés ya había desentrañado el caso y hallado al culpable, el mayor Ferdinand Sterhazy. Con todo, en sucesivos procesos, Dreyfus fue condenado «con atenuantes» y Sterhazy exonerado: el capitán merecía ser culpable por judío. Finalmente, Dreyfus fue liberado y rehabilitado; combatió en la Gran Guerra como mayor y alcanzó el generalato en los años veinte.

El escándalo desató una tempestad periodística y literaria durante la última década del siglo XIX, que lejos de debilitar el antisemitismo, lo exacerbó. De esa época datan grupos como la Liga Antisemita Nacional o la Liga de la Patria Francesa y uno de sus baluartes políticos: Action Francaise, que tuvo a Charles Maurras como abanderado intelectual, y fue el refugio de la ultraderecha nacionalista, monárquica, católica confesional y antisemita.

Estas organizaciones o su evolución con otros nombres se perpetuaron durante la Segunda Guerra Mundial y siguen en escena, pero el antisemitismo francés fermenta al margen de los partidos políticos: ni siquiera el Frente Nacional se manifiesta antisemita (pese a las meteduras de pata de Le Pen). Su fuente es la gran población de origen árabe que vive en Francia, unos seis millones de personas, que rechazan al Estado de Israel y lamentan las desdichas de los palestinos, motivos esenciales de su antisemitismo. También se detectan focos antisemitas entre los grupos de ultraderecha y entre los «chalecos amarillos». Su papel resulta tan intimidatorio que en la última década unos 60.000 judíos franceses han optado por emigrar a Israel y no por nada, pues cada año se registran en Francia centenares de delitos de inspiración antisemita.

Palestina, «donde hoy es tan pobre la vegetación»

La impresión que el caso Dreyfus causó a Theodor Herzl propició que este escribiera «El Estado judío» (Der Judenstaat) en 1896, una proclama en favor del retorno y de la fundación de un estado judío en Palestina «donde hoy es tan pobre la vegetación brotaron ideas que han revolucionado a la Humanidad y por ello nadie puede negar la existencia de lazos imprescriptibles entre esa tierra y nuestro pueblo». El libro suscitó el congreso judío de Basilea (1897), que puso en marcha el movimiento sionista (retorno a Sion, Jerusalén). En años y congresos sionistas sucesivos se crearon los mecanismos del retorno: periódicos para difundir la idea, bancos para financiarla, centros de capacitación agrícola, traslados hasta Palestina, compra de tierras, gestiones diplomáticas...

El sionismo tuvo que superar mil dificultades, que minaron la salud de Herzl, pero cuando este murió (1904) ya había enviado a unos 50.000 judíos a Palestina que vivían allí tan humildemente como sus vecinos árabes. Su presencia aumentó hasta unos 150.000 antes de la Primer Guerra Mundial, aunque disminuyó durante ella porque tanto la economía como la convivencia empeoraron. El éxito imparable tendría que esperar hasta 1917 con la Declaración Balfour, que velando por los intereses imperiales del Reino Unido entregó al Sionismo un hogar en Palestina.