Sociedad

Una vida en el cuartel de Toledo

Eran cerca de las seis de la tarde, hace poco más de una semana, en Toledo, cuando recibía un mensaje de WhatsApp en el que se leía “Ahora sí, el piso de la Comandancia ya ha sido derruido”. A partir de ese momento, rememoré todo lo vivido

Una vida en el cuartel de Toledo.
Una vida en el cuartel de Toledo.La Razón

Eran cerca de las seis de la tarde, hace poco más de una semana, en Toledo, cuando mi padre mandaba un mensaje de WhatsApp al grupo de la familia en el que se leía “Ahora sí, el piso del cuartel ya ha sido derruido”. Solo hacía falta observar la imagen que pasaba a continuación para poder corroborar estas palabras. La casa en la que había vivido durante seis años se había convertido en escombros que llevaban consigo una multitud de recuerdos.

Con el corazón en la mano, ampliaba aquella imagen en la que ya no se podía ver el ventanal del salón que daba a la calle trasera del cuartel, ni las escaleras que me llevaban a la que era mi casa hasta hace unos meses, tampoco el ladrillo rojizo que formaba un pequeño hogar que no solo ha sido nuestro cobijo durante una buena parte de tiempo, sino que ha visto a mi padre crecer en prácticamente todas las etapas de su vida: la infancia, la adolescencia y la adultez.

Pues tan solo tenía dos añitos cuando se pasaba las horas correteando detrás de una pelota por el patio del Cuartel junto a sus hermanos. Pero ese espacio no solo era un lugar de recreo para ellos, también fue el sitio en el que aprendieron a leer y a escribir. No tenían que salir de casa para ir a la escuela. Según cuenta mi padre, desde que cerraban la puerta hasta que se sentaban en el pupitre "tan solo tenían que dar diez pasos". "Una escuela muy familiar", así la define.

Un verano en la década de los 80 en el cuartel de Toledo.
Un verano en la década de los 80 en el cuartel de Toledo.La Razón

Familiar como la vida y el ambiente en el que creció pese a las adversidades de aquella época, pues rara era la vez que su rostro no trasladaba felicidad. Y eso que por entonces ese niño de pelo castaño con ojos verdes no se imaginaba que el camino que hacía todos los días hasta llegar a su casa sería el que haríamos en un futuro nosotros, sus hijos. Mi abuelo le contaba cómo era la vida de un Guardia Civil y él, en más de una ocasión colocándose el tricornio de su padre en la cabeza, aseguraba que quería ser uno de ellos de mayor. Y vaya si lo fue.

Hacia el año 1993, recién cumplidos los 20 años, ya juraba bandera en la Academia de Baeza. Desde que hizo esa promesa personal y pública, sus destinos fueron muchos. Recorrió varias provincias a lo largo de toda la península, de norte a sur. Pero, tras una larga trayectoria conociendo la vida de otras casas cuartel, en su última etapa como Guardia Civil quería cumplir con la frase de “uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz”, algo que pudo hacer realidad hace seis años.

Esta vez ya no era mi abuela, mi abuelo y mis tíos quienes traspasaban con él esa puerta grande en la que se lee “Todo por la Patria”. Era mi madre la que con una mirada emocionada, junto a mi hermano y a mí, seguíamos sus pasos hasta llegar a la que iba a ser nuestra nueva casita, esa en la que ya se coleccionaban historias de los años en los que vivieron mis abuelos y que tanto me cuentan cuando hablamos de la vida en el Cuartel de Toledo. El orgullo era inmenso. Íbamos a poder seguir sumando historias que contar, momentos que vivir y experiencias que recordar.

Imagen de la celebración de una Patrona de la Guardia Civil en la década de los 80.
Imagen de la celebración de una Patrona de la Guardia Civil en la década de los 80.La Razón

Pero parte de esa ilusión se perdió el día que mi padre llegó a casa, a mitad de servicio, comunicando que pedían desalojar las viviendas. La casa ya olía distinto esa mañana. No era un aroma específico, sino la suma de muchos silencios. Los estantes empezaban a vaciarse, las paredes desnudas, los cajones que ya no guardaban secretos. Me detuve por momentos en la entrada del cuarto que había sido mío durante años. Ya no quedaba nada salvo el eco de los recuerdos golpeando las esquinas.

La mudanza estaba casi completa. Cajas apiladas en el salón, muebles envueltos en plástico y ese zumbido leve de despedida que no se puede empaquetar. Afuera, el camión de carga esperaba con el motor encendido, impaciente, como si no entendiera que irse de un lugar también puede doler. Mi madre pasó la mano por el marco de la puerta, donde aún podía verse, tenue, las marcas que habían dejado cada una de las familias que habían pasado por allí. En la cocina también se detuvo, frente al ventanal, donde recordó los días de lluvia, el olor a pan tostado y las voces inocentes que se escuchaban desde casa.

Cada rincón tenía su historia, y ahora debía dejarlos atrás, como si uno pudiera desprenderse del pasado con solo cerrar una puerta. Cuando llegó el momento de salir, giró una última vez la mirada. La casa se sentía más pequeña, como si al vaciarla también se hubiera encogido un poco. No era solo una estructura de ladrillos: era un hogar. Y aunque sabía que una nueva etapa comenzaba, también sabía que una parte de nuestra vida se quedaba ahí, entre las grietas del piso y el crujido de la escalera, esperando para siempre.

Con el corazón apretado, cerró la puerta. Y el silencio, una vez más, lo dijo todo.