Cargando...

Opinión

Abuelos: los guardianes del verano

"Todo lo esencial, lo importante, lo que sostiene la vida cuando se tambalea, se aprendía allí: en las casas de los abuelos"

La escritora y columnista zamorana, Olga Seco Olga SecoLa Razón

Los veranos de antes no sabían de tendencias. Ni de reservas, ni de descuentos, ni de maletas con ruedas. Eran veranos con tierra en los pies, olor a pimientos fritos y ropa tendida que crujía al secarse. Veranos donde uno aprendía sin saber que estaba aprendiendo.

Todo lo esencial, lo importante, lo que sostiene la vida cuando se tambalea, se aprendía allí: en las casas de los abuelos.Se aprendía a callar cuando los mayores hablaban, a ayudar sin que te lo pidieran, a respetar el silencio de la siesta como si fuera sagrado. A tener paciencia. A no interrumpir. A no abrir el frigorífico cada dos minutos. A no molestar cuando la abuela estaba cociendo. A comer lo que había y a dar las gracias sin que nadie lo exigiera...

Los días eran largos, sí. Pero no se sufrían. Se vivían. El sol entraba de lado a ciertas horas y marcaba el suelo como un reloj secreto. La radio decía cosas lejanas, pero la realidad estaba allí: en el canto de una chicharra, en la voz del abuelo que decía "anda, tráeme las gafas", en el chasquido del pan duro al partirlo.

La casa olía a jabón, a tomate frito, a suelo fregado. Y a Heno de Pravia, esa fragancia que aún hoy (cuando aparece sin avisar) abre una puerta que ya no existe. Una puerta a un mundo sin pretensiones. Donde nadie hablaba de felicidad, pero todo era pleno.

No había juguetes modernos. Ni campamentos. Ni horarios estructurados para desarrollar habilidades. Había patio. Había sombra. Había una bicicleta heredada. Una cuerda para saltar. Hormigas cruzando la acera. Y ese momento exacto en que el calor se rendía, caía la tarde y se abrían las puertas para sentarse en la calle.

La abuela gobernaba todo desde la cocina. No con autoridad dura, sino con el peso del saber. Sabía cuándo una mirada bastaba, cuándo una queja no debía ser respondida, cuándo había que sacar las sábanas limpias. El abuelo hablaba poco. Pero su silencio organizaba el mundo. Su presencia era ley y notaria...

No hacían falta palabras para enseñar. No hacían falta recursos para criar. Bastaba el ejemplo. El verano era largo. Tan largo que cabía una infancia entera dentro.

Hoy todo es más corto. Más urgente. Más ruidoso. Más caro. Nadie está. Todos van. Las casas de los abuelos están cerradas, en venta, vacías. Las persianas ya no bajan a mediodía. La radio ya no suena. El silencio ya no tiene sitio. Y los niños ya no saben aburrirse.

Ahora hay que llenar el verano de planes, de fotos, de movimiento. Hay que estar en todas partes. Enseñar lo bien que lo estamos pasando. Pero algo falta. Y no es el mar, ni el hotel, ni el chiringuito. Lo que falta es ese mundo invisible que antes lo sostenía todo.

A veces vuelve, sí. De repente. Basta un olor (a guiso, a colonia antigua, a fruta demasiado madura) y todo se abre paso como si nada hubiera pasado. Entonces regresan las voces, la luz, la mesa puesta sin nadie pidiéndolo. Y duele. Duele lo perdido, porque era verdad.

Eso era el verano.Y eso fue la escuela. La verdadera. La que no estaba en los libros, pero enseñaba lo esencial: cómo se sostiene el mundo, cómo se sirve la comida, cómo se agradece sin palabras, cómo se recibe al que llega sin avisar. Cómo se vive con poco, sin sentir que falta nada.

Veranos de antes. Veranos de verdad. Cuando la vida todavía sabía a algo. Y cuando tener abuelos era, sin saberlo, tenerlo todo. Hoy, con suerte, nos queda el recuerdo. Y en los días más ruidosos, el deseo secreto de volver (aunque sea un momento) a aquella cocina, a aquel patio, a aquella voz que decía: “come un poco más”.

Porque todo lo que somos empezó allí. Sí, en casa de nuestros abuelos y en aquellos veranos.