Opinión
Todo lo que la muerte enseña
"La muerte no es una sorpresa. Es una certeza. Pero nos empeñamos en vivir como si no existiera"
La vida no se entiende hasta que aparece la muerte. Hasta que alguien se va y deja un hueco donde antes había una voz. Una rutina. Una presencia que parecía eterna.
Hasta que el cuerpo se enfría y nadie sabe qué hacer con las manos. Ni con las palabras. Ni con el tiempo que sigue corriendo, como si nada hubiera pasado.
Entonces, y solo entonces, se revela la trampa.
Todo lo que se daba por hecho: los días, los saludos, los silencios compartidos, las discusiones sin cerrar, los gestos pequeños, las frases que se repetían... Todo eso se vuelve enorme. Irrecuperable. Definitivo. Y es ahí cuando la conciencia golpea. Golpea fuerte.
Porque aparece el recuerdo de todo lo que no se hizo: el abrazo postergado, la llamada evitada, la conversación pendiente. Aparece el dolor de haber estado cerca sin estar presente. De haber querido, pero no haberlo dicho. De haber amado, pero con miedo. De haber vivido al margen, sin atreverse a entrar del todo.
La muerte no es una sorpresa. Es una certeza. Pero nos empeñamos en vivir como si no existiera. Como si los demás —y uno mismo— fueran a estar siempre. Como si hubiera tiempo para todo. Y no lo hay.
La muerte no avisa. No espera a que se resuelva el conflicto, ni a que uno se atreva. Llega cuando quiere. Y deja a su paso una sola pregunta, clara como un disparo:
¿Lo viviste o solo estuviste esperando el momento perfecto?
Porque el momento perfecto no llega nunca. O llega demasiado tarde. Cuando ya no hay a quién mirar. Ni a quién cuidar. Ni de quién despedirse.
La vida es frágil. Pero no lo parece hasta que se rompe. Y cuando se rompe, ya no hay vuelta. No hay segunda toma. No hay edición. Solo queda lo que se hizo, lo que no se hizo, y lo que se deseó haber hecho.
Por eso emociona tanto quien vive con conciencia de fin. Quien no ahorra gestos, ni palabras, ni amor. Quien discute sin romper. Quien perdona sin rendirse. Quien abraza sin prisa. Quien se atreve, aunque tiemble.
La vida y la muerte no son enemigas. Son compañeras. Una da sentido a la otra. Pero casi nadie lo ve. Hasta que ya es tarde...