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¿Y si Stephen King predijo el coronavirus?

La literatura apocalíptica sobre epidemias y virus mortales es extensa y ahora, con la crisis llegada desde China, vuelve a ponerse de actualidad con nombres ilustres como Margaret Atwood, Daniel Dafoe, Jack London o Albert Camus

La casa de Stephen King en Bangor, Maine, Estados Unidos
La casa de Stephen King en Bangor, Maine, Estados Unidoslarazon

En 1887, el escritor Jules François Grand-Vital moría de un extraño ataque vírico. Llegó a tener temperaturas superiores a los 41 grados y desprendía un desagradable olor a azufre antes de morir. 24 días después de que se manifestaran los primeros síntomas, moría a causa de un fallo multiorgánico y son célebres las fotografías que se le ven tumbado en la cama, con el rostro consumido, y lo que parecen lágrimas de sangre cayéndole por los ojos. Siempre había sido un hombre orondo, de tez colorada, pero en apenas 24 horas parecía otra persona, como su negativo, un macabro giro antagónico.

Su mujer, una antigua prostituta originaria de las Islas Vírgenes, que lo había cuidado en sus últimas horas, también moría dos días después. Su rostro también había sufrido una severa descomposición y tenía los mismos surcos que le bajaban de los lagrimales hasta la comisura de los labios, cubiertos por un dibujo de sangre. Lo mismo ocurría dos días después con su madre, una mujer ya anciana, de 78 años, que parecería un agónico espectro al morir, con un rictus horrible en el rostro, con la boca muy abierta, como si el grito hubiese sido su último aliento y los dos riós de lágrimas rojas cayéndole de los ojos.

Las autoridades descubrieron este último cadáver una semana después, en Gerberoy, un pueblo a las afueras de París. En ese tiempo ya habían fallecido cuatro vecinos de la misma extraña enfermedad. La casa de la anciana fue quemada, al igual que la de los otros cuatro vecinos, por los supervivientes. El resto del pueblo fue puesto en cuarentena y se les impidió moverse de sus casas hasta que se supiese qué era exactamente aquella enfermedad.

Una semana después, todos los habitantes de aquel pueblo, 54 personas en total, habían fallecido, así como otras 245 personas en el mismo edificio en que habían vivido Grand-Vital y su mujer. Las autoridades sanitarias no daban crédito. Aquel agente externo fatal, aquel virus devorador de órganos, trabajaba tan rápido que mataba a su huésped en apenas horas, lo que impedía que se propagase más la enfermedad, y aún así, nadie entendía cómo había llegado al noreste de París, ya que Jules François Grand-Vital no había salido de su barrio en años.

El misterio era grande, sobre todo porque un año después se descubrió el diario del escritor, donde un día antes había escrito un terrible relato que parecía haber propiciado su fatal desenlace. En el cuento, titulado, «Si los hombres ríen, los virus tienen corona», Grand-Vatal hablaba de una enfermedad que actuaba como un resfriado normal y cuyos síntomas no desperaban en principio alarma alguna, pero que crecía con rapidez y acababan con la vida de quien sufriese el contagio en apenas horas. «Es como un animal devuelto a la vida y que, asustado por los tiempos modernos, se haya disfrazado de un virus vulgar sólo para actuar con más tranquilidad y vengarse de toda aquella desfachatez y miseria», escribia Grand-Vital.

El cuento acababa con un tétrico sentido del humor, con un doctor desesperado por salvar a su amada, que acaba de contagiarse de la enfermedad. Idea una especie de antibiótico a base de hojas de apio y reguera y se lo inyecta de forma intravenosa. «Maldito monstruo disfrazado con corona, gritó el doctor, si crees que con tu disfraz vas a engañar a la ciencia estás muy equivocado», escribe Grand-Vital y cuénta cómo el doctor ha creado una curación tambén basada en disfrazar a la antítesis del virus para disimular su potencia y así acabar con ella sin apenas resistencia. «Y entonces ella recuperó el color e, intentando incorporarse, empezó a llamar a su amado. El doctor corrió a su lado y la abrazo. El antídoto parecía haber surtido efecto. La he vestido de mujer, amor mío, así lo hemos vencido, lloró el doctor», escribe Grand-Vital.

La literatura, está claro, no sirvió para salvar la vida de Grand- Vital, pero al menos pudo salvar a sus personajes, buscar la salvación en el cuerpo de otros, aunque fuesen seres en principio de ficción. Quizá desplazar tu voluntad, tus deseos, tu vida en pleno en una personaje es una forma de disfraz que engañar a la muerte. El nombre de Grand-Vital ha quedado grabado en la historia gracias a aquel disfraz. Quizá sí que encontró el único antídoto contra aquel terrible virus después de todo.

La ficción en torno a virus y epidemias y extensa, desde testimonios reales como «Diarios de la peste», de Daniel Dafoe a clásicos modernos como «La peste», de Albert Camus. Y a partir de los años 50, con la irrupción de las paranoias distópicas, los guiños a pandemias mortales se han hecho cada vez más y más populares. Hoy, con la irrupción del coronavirus, su lectura no está demás para demostrar que cualquier precaución es poco, aunque la gripe mate mucho más.

El mejor de todos ellos, y el que podría ponerse más en relación con lo que está sucediendo estos días con el coronavirus es «Apocalipsis», la gran novela de Stephen King que el genio del terror escribió en 1978. De nuevo, tenemos un fin del mundo planteado a partir de algo tan simple y mundano como la gripe. Claro, que aquí ha sido modificada por los siempre malos malísimos ingenios militares que han modificado el virus para que se convierta en una arma biológica. El relato sigue paso por paso cómo cae la sociedad, cómo se convierte en una selva, y cómo las personas inmunes se convierten en algo así como pequeños dioses porque en un mundo de ciegos, el tuerto siempre es el rey.

La actualidad de la novela, que cuenta con personajes imperecederos, a pesar de todas las gripes fatales del mundo, como son Stu Redman, Nadine Cross o el gran Randall Flag. Por supuesto hay cuarentenas, hay brechas de seguridad, hay internamientos, y hay el instinto de supervivencia que no permite mirar la vida en pleno, sino los dos siguientes segundos, a los que hay que salvar como sea, aunque sea a expensas de toda la humanidad.

El libro, sin duda uno de los mejores de King, sino el mejor, está siendo adaptado de nuevo para televisión, en una serie cuyo reparto encabecerá James Madsen, después de su paso por «Westworld», Amber Heard o la mismísima Whoopie Goldberg. «Enséñame a un hombre y una mujer solo y yo te mostraré un santo. Dame dos y se enamorarán. Dame tres e inventarán el encanto que es una sociedad. Dame cuatro y te construirán una pirámide. Dame cinco y ya convertirán a uno de ellos en un paria. Dame seis y reinventarán los prejuicios. Dame siete y en siete años inventarán las guerras. El hombre puede haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, pero la sociedad se ha creado a imagen de su contrario, de un diablo hacia el que quieren volver como sea», escribe en «Apocalipsis» dejando claro el tono del relato. dicen que el coronavirus surgió de un murciélago, pero, y si Stephen King tiene razón, y si lo que nos están ocultando los chinos es un arma biológica que se les ha escapado de las manos. Eso es lo bueno de la literatura, que nunca puedes estar equivocado, pero a veces sí puedes estar en lo cierto.

La literatura de plagas es una brillante reflexión en torno a la fragilidad humana. Ya H G Wells hizo que en «La guerra de los mundos» esos avanzados y casi divinizado e intocables extraterrestres invasores fueran destruídos no por el hombre, por supuesto, sino por una gripe, que parece ser atraída por el engreimiento de las sociedades compulsivas y dementes. Lo que Wells hizo con los extraterrestres es lo que hace estas novelas, normalmente, con los hombres.

A la ciencia ficción le encantan este tipo de historias, como la de «La tierra permanece», de George R. Stewart, una maravilla donde un mundo, libre de una humanidad devastada por un virus, empieza a bailar de forma libre y feliz a sus anchas, devorando toda creación que permanezca de los seres humanos, que a penas pueden mirar al mundo y no sentir odio por ellos mismos.

Otro de esos virus que sólo muestran síntomas como una simple gripe es «Lock in», de John Scalzi, uno de los últimos maestros del género. Como nuestro coronavirus, sólo el 1 por ciento de la población sufre su peor suerte, y en este caso no es la muerte, sino estar despierto y consciente, pero incapaz de responder a estímulo alguno. A partir de aquí se inicia una especie de novela policiaca en un contexto aterrador, como lo que parece ser hoy estar en Wuhan.

La señora Margaret Atwood no tiene pocas distopías a sus espaldas, pero ninguna tan brillante y colorista como «Oryx & Cake», su mejor novela, sin duda, y extrañamente poco conocida. Aquí nos encontramos justo después de la gran erupción de la plaga que ha exterminado a la humanidad, o al menos eso parece, con un único superviviente que vive en los árboles y mira a los lejos lo que queda de una gran ciudad, mientras interactúa y teme a lo que podrían ser niños, pero no se sabe bien lo que son. ¿Qué tiene que ver las epidemias con el lenguaje? Margaret Atwood lo tiene muy claro y es brillante.

Hay miles de casos para «best sellers» de rápida lectura, como cuando Robin Cook imaginó que el ébola se expandía por los Estados Unidos y que fue la base de la película «Outbreak». Luego hay clásicos de obligada lectura como «La peste escarlata», de Jack London, que el escritor situaba en 2013, así que casi acierta. Incluso Mary Shelly imaginó antes que nadie estas plagas castradoras en «El último hombre». Sus contemporáneos no la entendieron, pero el lector contemporáneo se verá reflejado a la perfección. Y luego está «La peste», de Albert Camus, y su capacidad de enfrentarnos con asco a la muerte en plena deriva del existencialismo.