Tribuna
Justicia y otras piedras viejas
Ahora que la crisis del coronavirus ha dejado de ser una sola emergencia sanitaria para intuir su trascendencia económica y social, en todas partes se improvisan remedios para paliar las consecuencias de la pandemia. En particular, empieza a cuestionarse cuál debe ser la respuesta del sistema judicial a las consecuencias de esta crisis.
Para entender cómo responderá el sistema judicial español tras la pandemia, quizás sea más importante prestar atención a cuál está siendo su respuesta durante sus peores momentos. El Poder Judicial ha garantizado la prestación de servicios esenciales durante toda esta etapa, con gran compromiso. Los jueces han demostrado ser tan dignos de la amistad de los ciudadanos como los sanitarios: han garantizado los derechos de todos aún en los momentos de mayor incertidumbre. Pero, en términos generales, no puede obviarse que el sistema judicial permanece en situación de parálisis. Desde la declaración del estado de alarma, las actuaciones judiciales no urgentes, es decir, la mayoría de las actuaciones judiciales, permanecen en suspenso. ¿Por qué se ha adoptado esta decisión? Quizás porque la administración de justicia carece de un soporte tecnológico propio de esta década o de una sola interlocución administrativa para la coordinación de todos los recursos necesarios para su buen funcionamiento en una situación como esta. Pero no debe confundirse lo inédito con lo excepcional. Porque también puede decirse que, durante estas semanas, la justicia está paralizada asumiendo un coste estructural que ya estaba previamente descontado, pues lo cierto es que se encuentra abandonada desde hace mucho tiempo. La decisión de paralizar los juzgados no empeorará sustancialmente la situación de nuestro sistema. La justicia ya estaba en crisis antes de la llegada del coronavirus.
Nada de eso debe conducir al desaliento. Como advierte Onfray, el rastro de toda civilización arruinada puede reconocerse entre las grandes estructuras de la presente. Tantas veces las piedras viejas se convirtieron en la pieza angular para un nuevo escenario: los capiteles de los templos clásicos fueron empleados para erigir las catedrales, los sillares de una religión abandonada para las calzadas de la sociedad burguesa, los adoquines de esas calles como munición para la revolución. Ahora debemos decidir si es importante hallar un consenso nuevo para la construcción de un sistema judicial moderno o abandonar cualquier expectativa de reforma, que solo será aparente. Cambiarlo todo o dejar las cosas como están, sin medidas hechas de ostentación y vértigo. Tendremos que decidir si creemos o no que la justicia es una herramienta de limitación del poder, un remedio de concordia y un presupuesto para el progreso económico.
Al nuevo sistema le deberíamos imprimir un diseño que ambicione destrezas distintas que permitan alcanzar objetivos distintos. El juzgado deberá ser un espacio para el trabajo y no un rígido órgano administrativo. El proceso uno colaborativo entre los profesionales que participan en él. Se deberán introducir la inteligencia artificial y las herramientas de procesamiento de la información que hace tiempo dejaron de ser nuevas en cualquier otra parte. Pero, por encima de todo, habrá que ofrecer una nueva mirada de confianza a los jueces. Reconocer su carácter imprescindible, destacar los mejores ejemplos, esos que con su vocación de servicio público han permitido conservar un sistema que debe por fin abandonarse. Tomar lo valioso de un palacio arruinado y utilizarlo para los cimientos de una nueva casa, sólida y amable.
Eduardo Pastor Martínez es magistrado
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