Coronavirus

Ya ni sé qué día fue

Recuerdos de la última jornada antes del confinamiento

Lo que sí sé, porque lo he recordado más de una vez estos días, es lo que hice aquel último día, y es lo que ahora voy a contar.

A eso de las diez salí con el mejor humor del mundo a comprar el periódico y me senté a leerlo en un banco de la plaza Molina. El cielo estaba azul y, aunque soplaba un airecillo fresco, daba gusto estar allí. Justo enfrente tenía a dos parejas de los Testigos de Jehová que aguantaban de pie con la mejor cara en espera de captar algún adepto, las mesas de las dos cafeterías que hay al lado estaban todas ocupadas y por el ascensor y las escaleras del tren no paraba de entrar y salir gente.

Compré el pan, entré en el bar de siempre a tomar un café, lo despaché enseguida porque solo había sitio en la barra y encima el otro periódico que leo estaba en posesión de otro parroquiano que no tenía pinta de soltarlo pronto, y pasé por el banco. Era mi intención hablar con la directora, pero como no había pedido cita previa y tenía dos personas delante, me contenté con las gestiones del cajero.

De vuelta en casa, me acababa de acomodar en el sillón con el libro ya dispuesto cuando me recuerdan por teléfono que urge renovar las existencias de fruta y verduras. Acudo presto a ejecutar la orden o el encargo, compruebo que todo lo que llevaba en la lista de la cabeza está en el carro, pago con dinero recién salido del banco, la cajera me pregunta solícita si necesito bolsa, le doy las gracias y misión cumplida.

Por la tarde a primera hora fui a devolver un libro a la biblioteca, y me llamó la atención que las salas de estudio estuvieran llenas: los exámenes del segundo trimestre, pensé.

Bajé luego dando un paseo, y en la Plaza de Gala Placidia, tomada por los niños que acababan de salir del colegio, me crucé con un escritor al que admiro mucho, Javier Cercas. Le veo de vez en cuando por el barrio, y siempre que eso ocurre pienso lo mismo: que ojalá le conociera personalmente y pudiera detenerme a charlar un rato con él.

En los tilos que dan sombra y ornato a la Rambla de Cataluña prendía el primer verdor de la primavera, y se adivinaba en el aire un casi imperceptible aroma. También, conforme bajaba, iba creciendo el trajín de los viandantes y el bullicio del tráfico.

Saludé al amigo con el que había quedado y entramos en una cafetería a tomar algo. No había ninguna mesa libre y optamos por acomodarnos en una de las que se ofrecen fuera al cobijo de unos toldos.

Pasó el tiempo en un santiamén, y, ya subiendo, en las inmediaciones de la Diagonal, tropecé con dos antiguos compañeros de profesión y evocamos algunos lances.

Y aún me dio tiempo, antes de llegar a casa, de llamar por el móvil a otro amigo para acordar los últimos detalles del largo paseo que nos iba a ocupar –privilegio de los retirados–la mañana del día siguiente. Que, ahora que me acuerdo, era el 13 de marzo, fecha en que el Gobierno anunció el estado de alarma, de resultas del cual se impuso el confinamiento, y hasta hoy.

David F. Villarroel es catedrático de Lengua y Literatura Española