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Vigée-LeBrun, la amiga de María Antonieta que se convirtió en la mejor retratista del siglo XVIII

La pintó más de 35 veces y consiguió huir de la guillotina antes de que la revolución francesa “decapitase a muchos de mis amigos”, como rememoró en sus extraordinarias memorias

Autorretrato de Vigée-LeBrun
Autorretrato de Vigée-LeBrunLa RazónArchivo

A los doce años, ya era una extraordinaria pintora. A los quince, era una demandada retratista de la nobleza y a los 23 se convertía en la pintora favorita de la reina María Antonienta. La vida de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun fue siempre una aventura perpetua, recorriendo el mundo y siendo aclamada en 16 academias internacionales, de Florencia, a Roma, Bolonia, Sant Petersburgo y Berlin. En total, se le contabilizan unas 900 obras, 700 de ellas retratos y 35 dedicadas a su gran amiga. “No puedo leer los periódicos para no saber lo que le ocurrió a mi entrañable amiga”; escribe en sus memorias sobre María Antonieta.

La artista nacía en 1755 en París en el seno de una familia humilde. Su padre, pintor, fue su primer maestro, pero fallecía cuando tenía doce años debido a una neglicencia médica en una operación. En ese momento ya es una experta retratista y no para de pintar a su madre y hermano. Pronto, su talento llamará la atención de la nobleza que vendrán divertidos a que la pinte la niña de dones extraordinarios. A los 16 años ya es el sustento principal de su familia. Su éxito es tal que las autoridades le cierran su recién estrenado estudio porque aseguran que no está afiliada a ninguna academia y así no puede ejercer como pintora.

La adolescente sabe lo que quiere, es alta, atractiva, con unos adictivos ojos azules y un encanto que la hacen ser una presencia grata en todos los salones. Ella lo sabe y potencia sus virtudes. Cada día tiene más encargos y el siguiente paso será que la llamen desde el palacio de Versalles Sus ansias de vivir le servirán de motivación para no resignarse a una acomodada vida burguesa y aspire a lo que ninguna mujer pintora parecía tener derecho, la admiración y aplauso generalizados.

El primer retrato de María Antonieta pintado por la artista en 1778
El primer retrato de María Antonieta pintado por la artista en 1778La RazónArchivo

La reina María Antonieta quedará rendida a sus pies desde el primer retrato que le haga. A partir de allí pintará a toda su familia y será la gran protegida de su amiga. En total, le pintará 35 retratos, algunos de ellos muchos años después de la muerte de la reina. “No puedo juzgar los terribles acontecimientos que marcaron su muerte salvo por el dolor y la pena que experimenté yo misma al saber su muerte. No quise saber nada de los periódicos, ya que dejé de leerlos desde el día que huí de Francia al inicio de la revolución. La última vez que abrí la hoja de un diario me encontré con los nombres de nueve conocidos a los que habían aguillotineado y prometí que nunca más lo haría. Mis conocidos incluso me ocultaban los panfletos políticos. Lamentablemente, me enteré de la noticia cuando mi hermano me escribió una carta sin advertir de su contenido y me rompió el corazón. Simplemente puso que Luis XVI y María Antoniete habían fallecido en el cadalso. Después de aquello, por pura compasión conmigo misma, siempre me abstuve de hacer ninguna pregunta sobre los particulares de lo que pasó antes y después de aquel terrible asesinato. Así que no sé nada de lo sucedido a día de hoy”, escribe en sus memorias.

El primer retrato de María Antonieta será un encargo de su madre, María Teresa de Austria. La artista solo tiene 22 años y la pinta enfundada en satén blanco, en un cuadro donde se nota el pulso todavía nervioso de Vigèe-LeBrun. Sus imperfecciones formales está compensadas por el rostro dignificado de la reina, que capta su vivacidad y orgullo. Un año después le encargan que haga un retrato de la reina con sus hijos para que el pueblo deje de pensar que es una mujer fría, calculadora y sin corazón. Su capacidad de comunicar lo mejor de cada persona es abrumadora, pero no tanto como para cambiar la opinión pública de una nación que aborrece las excentricidades de su reina.

En esa época empiezan a llamar egocéntrica, coqueta e interesada, sobre todo por sus numerosos autorretratos, pero ella es una trabajadora incansable que si no tiene a nadie a quien pintar decide ponerse frente al espejo y crear una imagen de ella pintando. No sólo utiliza el óleo para ello, también el carboncillo y la tinta. Su capacidad de pintar a la mujer y mostrar lo que ella quiere ver es hasta fascinante. Sólo 1 de cada seis cuadros figuran hombres. Es obvio que hay una voluntad y una seguridad a la hora de preferir las mujeres, pero también una lógica consecuencia de las dificultades de respetabilidad que todavía tienen las mujeres artistas.

La artista escapa de neoclasicismo ni de los recargados fondos del rococó y se instala en una especie de naturalismo en que el centro de las miradas tiene que ser los rostros de las mujeres. Su particular forma de elegir los colores hacen que sus cuadros tengan un sello propio. Jacques-Louis David e Ingres la admiran y la respetan tratándola como una igual. Algunos la comparan ya en sus primeros años con Anton Van Dijk y su popularidad hizo que ganase más dinero con su obra que el genial retratista inglés Thomas Gainborough o Sir Joshua Reynolds. Sus bustos son maravillas de claridad y belleza.

Con el estallido de la revolución huye a Italia primero y a San Petersburgo después, donde seguirá pintando a la nobleza europea. Las noticias de la revolución todavía la persiguen. Ella sabe de sobra que no puede regresar a Francia. “Madame Filleul tenía un talento remarcable para la pintura, pero lo dejó al casarse, cuando la Reina la convirtió en la dama de llaves del castillo de La Muette. Ya no puedo hablar de esta adorable criatura sin que me venga a la cabeza su terrible final. Recuerdo como cuando le anuncié que me iba de Francia, prediciendo los horrores que se acercaban, ella me dijo: Estáis equivocada al marchaos. Mi intención es quedarme, porque creo en la felicidad que vendrá con la revolución. Los jacobinos acabarían por arrestarla y llevarle al cadalso, donde le cortaron la cabeza”, recuerda en sus memorias.

La llegada de Napoleón al poder le brinda la posibilidad de volver. Le permiten regresar a Versalles, donde todos sus cuadros de María Antonieta permanecen descolgados y de espaldas, prohibidos por el nuevo emperador. Sin embargo, en su visita, el vigilante, rendido admirador suyo, le permite volver a ver las obras. “Me quedé para mi misma otro cuadro que pinté depués de su muerte, con María Antonieta ascendiendo al cielo. A su izquierda, sobre algunas nubes, está Luis XVI y dos ángeles representando a los dos hijos que perdió”, escribe con emoción en sus memorias.

Esta gran pintora fallecía en 1842, a los 86 años, pero el gran brillo que desprendió en vida poco a poco se fue apagando hasta convertirse en una coda anecdótica dentro de los libros de historia del arte. De nuevo, una mujer pintora convertida en una anomalía que no pertenece al discurso oficial, como lo fueron tantas otras, de Suzanne Valadon a Lavinia Fontana.

Otro de los retratos de Vigée-LeBrun a María Antonieta
Otro de los retratos de Vigée-LeBrun a María AntonietaLa RazónArchivo