Opinión
Hay que cambiarlo todo
Lo que menos cuenta es si esos cambios van a ser beneficiosos o perjudiciales para el bien común
Es uno de los males, y parece que irremediable, de nuestro tiempo: la obsesión por cambiar lo que hay, funcione o no. Así, cualquier gobierno, lo primero que hace en cuanto tiene la sartén por el mango, es cambiar alguna ley (en España, desde hace unas décadas, la de educación es siempre la primera en caer), y cualquier alto cargo (¡cuántos cargos que son encargos!) lo mismo en su jurisdicción, pues esa es la manera ya establecida de justificar la utilidad y el acierto de su nombramiento. Como si estuvieran empeñados en pasar a la posteridad y no encontraran mejor modo. Y lo que menos cuenta es si esos cambios van a ser beneficiosos o perjudiciales para los intereses generales y el bien común.
Pero el mal no es nuevo, al contrario, lleva mucho tiempo arraigado, y ya a finales del siglo XVIII Leandro Fernández de Moratín, uno de los más eminentes defensores de la Ilustración, escribía lo siguiente en una carta dirigida a Jovellanos, otro distinguido ilustrado: «¿No es desgracia nuestra que cuanto se hace, dirigido a la utilidad pública, si uno lo emprende, viene otro al instante que lo abandona o lo destruye? ¿Cuándo se educará la nación? ¿Cuándo convendrán los que gobiernan en no abandonar jamás lo que es urgente, lo que es conocidamente útil, y cesará el empeño funesto de aniquilar y deshacer lo que sus predecesores fomentaron?»
Sobre la desmedida afición a cambiar por cambiar escribió también Josep Pla con su habitual tono socarrón en «Darrers escrits», el volumen 44 de su obra completa: «Ya se sabe: ante las cosas que funcionan perfectamente, que tienen una duración admirable, que son aceptadas de una manera inconsciente y normal, siempre hay energúmenos que las quieren tirar al suelo, con la intención de mejorarlas, o eso dicen al menos. Las cosas que se han tirado a tierra, incontables, ¿con qué se han sustituido? Con el galimatías más infructuoso».
Y el rey Lear de Shakespeare lo expresó con sentenciosa claridad en esta frase: «Buscando mejorar, estropeamos a menudo lo que bien está».
La misma forma de proceder se observa en el desdén con que se miran los hábitos y comportamientos heredados (las tradiciones, las costumbres, los modales que rigen el trato y la relación entre las personas: ceder el paso, ceder el asiento, ceder la palabra…), sin reparar en que, si siglos de experiencia los avalan, acaso sería mejor conservarlos. Como contrapartida, tendemos a apreciar una idea si es nueva, y por el mero hecho de serlo nos parece mejor, cuando antes, en cambio, para ser recibida con respeto, tenía que ser muy antigua, porque se valoraba la experiencia y la sabiduría acumulada.
Cambiar, innovar, reformar se han revestido de prestigio, y conservar, mantener o recuperar son verbos que ya no se conjugan.