Coreomanía
Dos forasteros en el pequeño pueblo de Bomont. Así empieza Footloose una película de Herbert Ross que, si bien no es especialmente reseñable, se ha convertido en una obra de culto para algunos. El argumento es sencillo: Ren (Kevin Bacon) y su madre Ethel (Frances Lee) acaban de mudarse a un pueblecillo y están a punto de enfrentarse a un verdadero choque cultural. Ambos están acostumbrados a la vida chicagüense y la moral de sus nuevos vecinos es diametralmente opuesta. ¿El motivo del drama? El baile está terminantemente prohibido.
El resto de la película es bastante predecible: Ren, como enamorado del baile que es, encarna el arquetipo de libertario y luchará con todas sus armas para abrir los ojos del pueblo y devolver el baile a las calles y las casas. Frente a él, el reverendo Shaw Moore, promotor de la restricción, culpa al baile de la muerte de sus dos hijos, que, en estado de embriaguez, tuvieron un accidente de coche a la vuelta de un concierto. Y puede que suene extraño, pero no todo es ficción, y lo que es incluso más sorprendente: en cierto modo el baile puede llegar a matar.
Muerto el perro…
Al ver Footloose es fácil que acuda a nuestra cabeza una duda. ¿Por qué el Reverendo prohibió el baile en lugar del alcohol? Habría sido más directo y más “justo”. No obstante, no es eso lo que sucedió en el pueblo de Elmore City, que prohibió todo tipo de baile en 1898. La estrategia era la siguiente: prohibir el alcohol podría haber causado un efecto rebote, como el que tendría lugar durante la ley seca 22 años después, pero si conseguían reducir los contextos en los que la gente más solía beber, podrían evitar algunos casos de alcoholismo. A esto se sumó la idea de prohibir el baile como forma de reducir la excitación entre los jóvenes, esquivando algunos embarazos no deseados. Viene a ser la aplicación de aquel viejo dicho “muerto el perro se acabó la rabia”.
No fue una estrategia especialmente exitosa, pero eso no impidió que otros pueblos probaran cosas parecidas. Footloose, en cierto modo, no deja de ser un reflejo de aquella sociedad. Y en parte tenían razón. Sabemos que el baile libera endorfinas, una sustancia opioide que utilizan las células de nuestro cerebro para comunicarse, pero que conocemos por sus efectos relajantes y desinhibidores. En parte se debe al ejercicio físico implicado en la danza, pero el hecho de ser una actividad grupal y seguir un ritmo marcado por la música parecen jugar también su papel. En los casos más extremos y bajo las condiciones adecuadas, la danza puede ser tan eficiente en esto que acabe llevando a los bailarines a un estado de trance.
En estos casos de gran desinhibición (y especialmente para los adolescentes, cuyas estructuras cerebrales encargadas del control de los impulsos aun no están del todo maduras) es fácil que tomemos malas decisiones se caiga en conductas imprudentes, como beber sin control o tener relaciones sin protección. No obstante, la historia esconde eventos mucho más extremos en cuanto a lo que el baile se refiere, gente que, poseída por este estado de trance, danza hasta caer muerto, y lo que es peor: es contagioso.
Coreomanía
Por muy bien que suene, la coreomanía distaba mucho de ser divertida. El caso más conocido ocurrió en Estrasburgo en 1518. Era julio y Frau Troffea acababa de empezar a bailar en plena vereda. Parecía descontrolada, solo bailaba y apenas paraba para saciar sus necesidades básicas. No era una imagen del todo atractiva y, sin embargo, pronto empezó el reclutamiento. La gente comenzó a unirse. En menos de una semana ya habían superado la treintena y treinta días después eran 400 los estrasburgueses que danzaban zapateando las empedradas calles.
Apenas cuarenta años antes, otro brote de baile había afectado a Aquisgrán, pero con tal virulencia que se había extendido a otras ciudades, como Flandes, Metz, Colonia o la propia Estrasburgo. Y, por supuesto, el fenómeno trascendía a Alemania. Más allá de la predecible extenuación, algunos casos llevaron la coreomanía tan al límite que acabaron falleciendo en pleno baile, absolutamente desbordados. El equivalente italiano fue llamado tarantismo y achacado a la picadura de una tarántula, un mal que solo podía curarse ante los acordes de un tipo de música al que llamaron tarantela.
Todavía hoy desconocemos qué pudo haber causado estos brotes, tan infrecuentes en la actualidad. Por un lado, puede que se debiera tan solo a lo que los psicólogos y psiquiatras llaman “comportamiento obsesivo colectivo”, como canalización de la angustia propia de épocas de hambruna, pero hay otra explicación más interesante (aunque igualmente coja). La mayoría de los brotes ocurrieron en meses de verano, tras la cosecha del trigo plantado en primavera. Esos cereales habían crecido durante meses húmedos en los que prospera el cornezuelo, un hongo parásito con propiedades alucinógenas. Contiene una sustancia llamada ergotamina, a partir de la cual Albert Hofmann sintetizó en 1938 la dietilamina de ácido lisérgico, más conocido como LSD.
Tal vez nunca sepamos a qué se debieron exactamente estos eventos, a no ser, claro, que 2020 nos tenga preparado otro de estos desafortunados comportamientos obsesivos colectivos. Como tantas otras veces, la ciencia recomienda mantener una sana incertidumbre hasta que tengamos datos suficientes como para aclarar el aparente misterio de la coreomanía.
QUE NO TE LA CUELEN:
Otras interpretaciones sugieren que los brotes se debían a crisis epilépticas, encefalitis u otros problemas neurológicos. No obstante, siempre existe una explicación mucho más prosaica. Algunos estudiosos apuntan a que no era un acto involuntario ni causado por el consumo de sustancias o el “estrés acumulado”, sino una escenificación. Aquellas explosiones de baile podrían haber sido una artimaña para celebrar cultos paganos evitando la represión religiosa. Es difícil dar una respuesta clara, pero no sería extraño que pudiera haberse debido a causas diferentes según el brote al que nos refiramos, o incluso que pudiera tener varios detonantes.
REFERENCIAS (MLA):