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El peligro de la inteligencia artificial puede estar donde menos lo esperamos

Lejos de preocuparnos por las máquinas, los expertos sugieren que el verdadero problema de la IA puede ser medioambiental

Representación conceptual de una inteligencia artificial
Representación conceptual de una inteligencia artificialAnónimoCreative Commons

No cabe duda de que vivimos en la era de la inteligencia artificial. El campo está revolucionándose a velocidades inauditas incluso dentro del mundo de la tecnología y sus aplicaciones se multiplican sin control. Todo esto es bueno, incluso excelente si nos paramos a repasar cada una de las herramientas que han sido desarrolladas gracias a las inteligencias artificiales, desde su uso para predecir casos de adolescentes con pensamientos suicidas hasta diseñar nuevos fármacos de manera más rápida y eficiente. No obstante, estas son las aplicaciones más punteras y trascendentales, pero no las únicas.

En el otro polo, más cerca de lo que podríamos considerar banal, está su uso comercial, cada vez más presente en todas las tecnologías que consumimos. Sin que nos demos cuenta, es una inteligencia artificial la que nos sugiere productos en Amazon, la que nos recomienda películas en Netflix y la que nos aplica “divertidos” filtros en Instagram. Muchos ordenadores ya tienen incorporado un micrófono con inteligencia artificial, capaz de anular el ruido ambiente y los mejores traductores de idiomas que hay en internet se basan en esta tecnología tan ubicua. En resumen, estamos rodeados y puede que esto nos genere cierta inquietud. Lo paradójico es que, si bien no debemos temer la revolución de las máquinas, sí que existe un peligro asociado a esta explosión de las IAs del que apenas se está hablando, y es su impacto medioambiental.

5 veces más contaminante que un coche

Detrás de estos detalles tecnológicos que hacen nuestra vida más interesante hay muchas líneas de código, muchas operaciones y cálculos que el ordenador debe resolver. Estas operaciones, lógicamente, gastan energía, y cuando hablamos de servidores descomunales en los que alojamos varias inteligencias artificiales que están siendo utilizadas en remoto por cientos de miles de personas, su consumo energético se vuelve más que significativo. Cabe recordar que, si bien este impacto es relevante, no es ni el mayor ni el más fútil, las medidas contra el cambio climático han de venir, sobre todo, de gobiernos e instituciones, no tanto del pequeño consumidor. Nosotros debemos sumarnos al cambio, pero nuestra actividad individual, sin el apoyo de las grandes corporaciones, no supone un cambio relevante. Sea como fuere, volvamos al problema que nos ocupa.

No solo es que el uso de las inteligencias artificiales cueste, es que crear una, programarla, también supone un gasto energético notable. Hay que escribir y reescribir código hasta la saciedad, probarlo para depurar posibles errores y así comprobar que funciona, pero, sobre todo, requieren de un proceso altamente costoso llamado entrenamiento. Durante este, las inteligencias artificiales son “alimentadas” con ejemplos de aquello que van a tener que procesar cuando estén funcionando para que, así, aprendan a clasificar objetos, o encontrar tendencias, en resumen: que memoricen suficientes ejemplos como para abstraer de ellos los patrones que les permitirán funcionar. A esto hemos de sumarle el hecho de que, a veces, el programa resultante no llega a ver la luz.

Pero pongámoslo en números. Hay inteligencias artificiales cuya programación consume energía por un valor de 284 toneladas emitidas de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero. Dicho en términos más mundanos y asimilables, estas emisiones equivalen a las de un vuelo cruzando Estados Unidos. Y si en lugar de una IA estándar hablamos de una más sofisticada, sus emisiones estarían al nivel de las de 5 coches durante toda su vida útil.

Renovables y eficiencia

Esta es la realidad, el presente que estamos viviendo, pero ¿y el futuro que nos espera? No hay nada que nos haga esperar que el uso de la inteligencia artificial vaya a moderarse, todo lo contrario. De hecho, si sumamos esto a la proliferación de supercomputadores, cabe preocuparse por el impacto medioambiental de la computación. Los abordajes que están en nuestra mano serían, mayormente, tres. Por un lado, habríamos de asegurar que esa electricidad provenga de fuentes de energía lo más sostenibles posibles. Ahora mismo, eso implica una apuesta por energías renovables como la eólica o la solar, así como por la nuclear, ambas mucho más limpias que la quema de combustibles fósiles.

En segundo lugar, estaría el refrigerado. Durante el funcionamiento de estos programas, los componentes electrónicos que los soportan tienden a recalentarse, desperdiciando parte de la energía en forma de calor. Es más, cuanto más se recalienten menos eficientes se vuelven en términos energéticos. Precisamente por eso, la refrigeración está siendo una de las principales apuestas, habiendo pasado en muchos casos de utilizar aire a emplear sistemas líquidos. No obstante, no son sistemas perfectos y queda mucho por mejorar.

Finalmente, tenemos el aspecto más difícil de implementar: la parsimonia. Antes de programar una red neuronal de cierta complejidad, cabe preguntarse cuál es la finalidad, si realmente hemos de crear una inteligencia artificial que nos permita intercambiar nuestra cara con la de un actor famoso en una película o si podríamos utilizar menos ejemplos para entrenar una IA funcional. De hecho, este último límite puede incluso mejorar su funcionamiento. Sumadas a estas tres patas, hay otras estrategias interesantes, pero cuyo impacto puede estar más cuestionado. Por ejemplo, entender realmente cómo funcionan algunas inteligencias artificiales de que usan deep learning podría permitirnos crear estrategias de entrenamiento más eficientes. No obstante, lo más importante en este momento es concienciarnos antes de que la fiebre de la inteligencia artificial se vuelva una hipertermia maligna. Abracemos el progreso, pero sin olvidarnos de sus peligros.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Por supuesto, una buena forma de enfrentar el problema sería poner especial esfuerzo en crear redes neuronales más eficientes en términos de programación, esto es, con instrucciones más claras, menos redundantes, que minimicen la cantidad de energía requerida. El problema es que esto ya se hace en gran medida, y no tanto por el medio ambiente, sino para reducir sus costes y agilizar su funcionamiento. Puede mejorarse, pero posiblemente sea la forma más avanzada para reducir el impacto de las IAs.

REFERENCIAS (MLA):