Astronomía

Un científico de la NASA cree que existen civilizaciones extraterrestres: estarían en la Vía Láctea

La respuesta al gran silencio cósmico podría ser radicalmente banal. Una nueva y polémica hipótesis de la NASA sugiere que los extraterrestres existen, pero que enfrentan nuestras mismas limitaciones y simplemente han abandonado la exploración por su coste y apatía,

Una representación artística de la Vía Láctea, con la nube de materia oscura en la que está inmersa coloreada en azul. Todo indica que las galaxias se forman en el corazón de estas nubes, o “halos”, cuya extensión puede ser muy variable. En algunos casos el halo puede ser hasta diez veces más grande que la propia galaxia.
Una representación artística de la Vía Láctea, con la nube de materia oscura en la que está inmersa coloreada en azul. Todo indica que las galaxias se forman en el corazón de estas nubes, o “halos”, cuya extensión puede ser muy variable. En algunos casos el halo puede ser hasta diez veces más grande que la propia galaxia.L. Calçada / Observatorio Europeo Austral

La respuesta al gran silencio del universo podría ser, sencillamente, decepcionante. Un jarro de agua fría para todos aquellos que imaginan el cosmos repleto de imperios galácticos y civilizaciones capaces de viajar entre las estrellas. La propuesta, lanzada por un astrofísico de la NASA, plantea que si existen otras formas de vida inteligente ahí fuera, es muy probable que sean tan poco extraordinarias como la nuestra, ofreciendo así una explicación mucho más terrenal a la famosa Paradoja de Fermi. Esta visión se presenta justo cuando el descubrimiento de nuevos mundos no cesa, como demuestra el reciente hallazgo de un exoplaneta con condiciones similares a la Tierra, lo que aumenta las probabilidades de que la vida no sea un fenómeno exclusivo.

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En esencia, esta teoría, bautizada como la «banalidad radical», sugiere que cualquier civilización se toparía con las mismas barreras infranqueables que la humanidad ya empieza a vislumbrar. La física y la economía impondrían su cruda realidad: los viajes interestelares serían prohibitivamente caros y complejos, y las comunicaciones a través de años luz, prácticamente inviables. Por tanto, estas sociedades estarían, como la nuestra, atrapadas en sus propios planetas por los límites de la física. Esta perspectiva se enfrenta, sin embargo, a la intriga que generan señales anómalas, como las recientes ondas de radio que llegan desde un planeta similar a la Tierra, que desafían la idea de un silencio absoluto.

De hecho, esta visión contrasta frontalmente con las explicaciones más cinematográficas que han dominado el debate durante décadas. Ideas como la hipótesis del «bosque oscuro», donde las civilizaciones se ocultan para no ser aniquiladas, quedan relegadas a un segundo plano por esta nueva corriente de pensamiento, tal y como han publicado en Futurism. La propuesta de Robin Corbet, pendiente de revisión, descarta las megaestructuras como los enjambres de Dyson no por miedo, sino por pura y llana inviabilidad.

Entre la apatía cósmica y la trascendencia

Sin embargo, esta visión no ha tardado en encontrar detractores. El astrofísico Michael Garrett ha criticado la idea, calificada sin rodeos de «aburrida», al considerarla una simple proyección de la apatía y las limitaciones humanas a una escala cósmica. Para Garrett, asumir que todas las civilizaciones avanzadas se rinden ante las mismas dificultades es una falta de imaginación.

Por el contrario, su contrapropuesta abre la puerta a un escenario mucho más asombroso y complejo. Garrett defiende que las sociedades verdaderamente antiguas habrían trascendido sus orígenes orgánicos para evolucionar a un estado post-biológico. Su existencia sería tan radicalmente diferente a la nuestra que, con nuestros instrumentos y sentidos, seríamos sencillamente incapaces de detectarlos, confundiéndolos con fenómenos naturales o, directamente, con el propio vacío. Este concepto, que puede sonar a ciencia ficción, ya encuentra sus primeros ecos en la Tierra, donde se ha conseguido crear un ordenador hecho con neuronas humanas, difuminando las líneas entre lo biológico y lo artificial.

El debate queda así servido, suspendido entre dos posibilidades antagónicas. El silencio del universo podría deberse a que está lleno de vecinos frustrados, confinados en sus mundos. O, quizás, a que bulle con una forma de vida tan avanzada que somos incapaces de percibirla con nuestra tecnología, como si una colonia de hormigas intentara comprender el funcionamiento de una autopista.