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Así fue la kafkiana batalla legal para conseguir el legado de Kafka

He aquí un retrato biográfico de un genio absoluto como fue el escritor checo. «El último proceso de Kafka» (Ariel), de Benjamin Balint, aborda la historia de dos países que lucharon, judicialmente, por el derecho a reclamar su herencia literaria.
larazonBiblioteca Nacional de Israel

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El factor humano marca la diferencia entre escribir de una manera u otra. Algo que en el caso del autor Franz Kafka, de perpetua actualidad editorial, se ve de forma meridiana. Hace escasas semanas pudo comprobarse mediante la «Correspondencia de la época de su noviazgo (1912-1917)» (editorial Nórdica): las cartas a la que fuera por un tiempo su novia, Felice Bauer, a quien ya le enseñó el mismo día que la conoció el manuscrito de su primer libro, «Contemplación», porque lo llevaba a casa de su amigo común Max Brod. Felice vendió las cartas de Kafka cuarenta y tres años después de la muerte del escritor, y realmente dieron luz a su personalidad y sus obras de manera impresionante. En ellas se presumía un hombre enamorado que tenía aversión al compromiso, a casarse, algo que le pasó en varias ocasiones. Un hombre de una inseguridad extrema: «Ante el caso muy probable que no pudiera usted acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka», comenzaba diciendo en la primera carta.
De tal modo que el legado del checo en lengua alemana siempre tiene un interés superlativo, como demuestra esta novedad acabada de publicar, «El último proceso de Kafka» (traducción de Joan Andreano), donde Benjamin Balint aborda tal legado en relación con Brod y la batalla legal que sucedió tras la muerte de éste, amigo y albacea del creador de Gregor Samsa, aquel individuo que un día se despierta convertido en un monstruoso insecto. Y es que todo, absolutamente todo, alrededor de Kafka suscita tanto atracción como misterio. Pocos artistas del mundo de las letras se han mantenido con tal interés a lo largo del tiempo, y sobre todo con tamaña intensidad. Por ejemplo, el volumen de cartas aludido vino acompañado, también por parte de Nórdica, de un trabajo de Elias Canetti, del que había que destacar estas manifestaciones: «Solo puedo decir que esas cartas han penetrado en mí como una verdadera vida, y ahora me resultan tan enigmáticas y tan familiares como si me pertenecieran para siempre».
Lo interesante era que el pensador búlgaro daba las claves para establecer la relación personal de Kafka con esta intimidad. Así, decía que la escritura de las cartas le sirvió para la escritura literaria, porque en ellas luchaba el hombre inseguro que quiso reflejar en sus obras este tipo de angustia. De hecho, después de escribir la primera, concibe el relato «La condena» en una sola noche. La semana siguiente, «El fogonero», y a lo largo de los dos meses siguientes, cinco capítulos de su novela «América». Y también es el tiempo de «La metamorfosis». «Un periodo grandioso», concluía el premio Nobel 1981.
Tres partes enfrentadas
Y sin embargo, poquísimos autores en la historia de la literatura se encontrarán tan inseguros a la hora de reflexionar sobre sus propios escritos. Hasta el punto de desear algo que no ocurrió pero que se hizo célebre. «Cuando Franz Kafka murió de tuberculosis en 1924, a un mes de su cuadragésimo primer cumpleaños, su amigo íntimo y defensor Max Brod (un prolífico y aclamado autor por derecho propio) impidió que se cumpliera la última orden de Kafka: quemar todos sus manuscritos, diarios y cartas no publicadas. En lugar de hacerlo, Brod recuperó los manuscritos y dedicó el resto de su vida a canonizar a Kafka como el más profético (y perturbador) cronista del siglo XX. Cuando Brod murió en Tel Aviv, en 1968, esos manuscritos pasaron a su secretaria y confidente, Esther Hoffe, la madre de Eva».
Se refiere Balint con Eva a la mujer a la que, en 1973, cinco años después de la muerte de Brod, el Estado de Israel llevó a juicio por la posesión de los manuscritos de Kafka que había heredado. «En enero de 1974, el juez dictaminó que el testamento de Brod “permite a la señora Hoffe hacer con su herencia lo que le plazca durante su vida”». El abogado de ella había dicho que tal revisión hereditaria era innecesaria, enfrentándose a la otra parte, que había defendido que las herencias de Kafka y Brod debían pasar a la Biblioteca Nacional de Israel, por más que fuera una institución que de modo manifiesto carecía de expertos en literatura alemana, para facilitar, según ellos, todo ese material a los estudiantes y académicos que desearan consultarlos.
Más adelante, en 2016, esa sentencia se cuestionaba. Eva Hoffe, de más de ochenta años, tenía que acudir al Tribunal Supremo y rodearse de nueve abogados que daban voz a las tres partes ahora en disputa: la Biblioteca Nacional de Israel de nuevo, el Archivo de Literatura Alemana de Marbach («que tenía la ventaja de poseer recursos financieros de una magnitud no imaginable por las otras dos partes») y Eva, que al menos hasta ese momento «estaba en posesión física del botín que los demás codiciaban». Así, había un factor de conflicto entre dos países que tenían una gran obsesión, afirma Balint, por superar los traumas del pasado: «Ambos buscaban utilizar a Kaf-ka como trofeo para honrar esos pasados, como si el escritor fuese un instrumento de sus respectivos prestigios nacionales». De modo que… a quién pertenecía Kafka, ¿a Praga, su ciudad natal, o a Israel, el país al que había huido Brod para escapar del acoso nazi?
Guerras y derrota
También había huido allí la familia Hoffe, primero a Palestina –donde Kafka soñó con viajar–, pero luego sucedería la guerra de la Independencia de Israel, en 1948, y buena parte de la población fue evacuada a Tel Aviv. Otra guerra vino luego, la de los Seis Días, en 1967, que enfrentó a Israel con una coalición árabe formada por la República Árabe Unida (Egipto), Jordania, Irak y Siria, en un tiempo en que Hoffe vivía la bohemia de la ciudad, trabajaba enseñando música a los niños y estaba en contacto con Brod, que se había convertido en una figura paternal para ella. Décadas más tarde, la anciana mujer se reencontraba con un legado ansiado en un tiempo en que Alemania quería impulsar leyes para la protección del patrimonio cultural. «Conforme los abogados del tribunal israelí debatían dónde acababa la protección y comenzaba la expropiación, se iba perfilando claramente que el intento israelí de reclamar a Kafka para el Estado judío no dependía tan solo de afirmaciones acerca de su condición de judío, sino también de definirlo en cuanto a lo que no es: en otras palabras, un tesoro nacional alemán», explica Balint.
«El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario» es, así, un relato de cómo fue aquel procedimiento judicial, que dejaría a Eva sin el material, en un caso que algunos calificaron de expropiación ilegal, y cómo los propios fragmentos de la obra de Kafka, tan visionaria, pueden ilustrar diversos episodios que experimentó esta mujer hasta su muerte el año pasado. Había vivido dos años sin su tesoro más preciado, pues el Tribunal Supremo de Israel emitió un veredicto inapelable: «Dictaminaba que Eva Hoffe debía entregar todo el legado de Brod, incluidos los manuscritos de Kafka, a la Biblioteca Nacional de Israel, a cambio de lo cual no recibiría ni un shéquel de compensación». El tribunal, de esta manera, alegaba ciertas palabras del testamento del propio Brod –sobre regalías y el hecho de citar a la Biblioteca como posible receptor del material– para componérselas y elegir unilateralmente el destino de esas páginas manuscritas.
Piruetas del razonamiento
«En el mundo ficticio de Kafka, la ley está destinada a nosotros, pero se nos prohíbe saber cómo funciona», escribe Balint, y entonces menciona una frase pronunciada por Joseph K en «El proceso». Así, como el hombre del texto kafkiano, «Eva Hoffe había quedado abandonada y confusa frente a las puertas de la ley. Ella no comprendía la ley ni las piruetas del razonamiento legal, pero entendía la sentencia. Su herencia era el juicio en sí. Paradójicamente, había heredado su herencia, la imposibilidad de ejecutar el testamento de su madre. Solo poseía su desposesión». Eva se sintió desesperada, le contó a Balint, como si le hubieran arrebatado lo que la unía a su madre. Entonces, se seguirá preguntando el lector, ¿a quién pertenece Kafka si sus papeles están en Israel, a la literatura de territorio checo, a la de lengua alemana, a la judía, o, como le dijo una poetisa de Tel Aviv al autor de este libro, a la Luna, donde según ella tendrían que enviarse sus manuscritos?

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